sábado, septiembre 19, 2015

Indistinguibles

¿Demasiada realidad? Se vale sobar. Se vale soñar. Benditos sueños, como el que acabo de tener. Pero como no puedo soñar todo el día, escribo: Son dos territorios míos, míos. Acaso los únicos, aunque a veces los comparto: mucho se olvida, otro tanto no lo hago público.

Comparto un fragmento del texto de E.L. Doctorow "La infancia de un escritor", publicado en Nexos:

He vivido apegado a una idea desde que la escuché de uno de mis profesores de Kenyon College en los años cincuenta: que hubo un tiempo en que no era posible distinguir entre la realidad y la ficción, entre la percepción religiosa y el discurso científico, entre la comunicación utilitaria y la poesía, en que todas estas funciones del lenguaje, que ahora distinguimos según la situación en que nos encontramos, eran indivisibles. Así ocurría con las obras de Homero. Así ocurría con el Génesis. Aprendí que esa era la teoría Holofrástica del lenguaje, y la imagen que se nos proporcionó fue la de una estrella y dos puntos: en uno de ellos estamos nosotros, hoy; el centro corresponde a la época en que esa estrella lingüística hizo implosión. No sé a quién se le ocurrió esta idea, si todavía circula en los seminarios o si ha pasado de moda o se ha modificado para ser compatible con los estudios culturales construccionistas. Pero verificable o no, me satisface porque explica por qué aun cuando vivimos en una época orientada por la ciencia, aun cuando nos apegamos a los valores del empirismo, y exigimos que nuestras proposiciones sean comprobadas y que nuestros argumentos legales se basen en evidencias demostrables, nuestras mentes modernas aún están estructuradas para contar historias. Los datos pueden cambiar, evolucionar, lo hacen todo el tiempo, pero las historias se abren paso hasta el inmutable núcleo de las cosas. De manera natural, la gente piensa en términos de conflicto y resolución, y en términos de un personaje que arrostra los acontecimientos, pero nunca está del todo segura del resultado de los acontecimientos, y por ende queda en suspenso… y todo nace de una confianza en la narrativa que debe pertenecer a nosotros y a nuestro cerebro tan ciertamente como nuestra predisposición a aceptar las reglas de la gramática.

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