domingo, enero 24, 2021

Dr. Barbahan (1954-2021)


Mi columna en Pulso: Los deberes y la escritura

Jesusito (PDF)

Alejandro Ramírez: Barbahan parte a buscar a Uwe Bruker

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El duro oficio de escritor

Dr. Barbahan


Apreciable lector: déjeme decirle que soy un escritor en formación, a lo mejor, con un poco de chance si usted quiere, casi hecho. Con muchos apuros y en un largo tiempo, he logrado al fin conjuntar un pequeño volumen de cuentos y narraciones cortas.

Venciendo los miedos y prejuicios inherentes a un escritor bisoño, decidí el otro día visitar a un editor muy versado en literatura. Entonces dirigí mis pasos hacia el edificio donde él trabaja; una vez ahí hice antesala un buen rato, tiempo después su secretaria me pasó a su oficina. Ya en su presencia, el editor me señaló una silla justo frente a su escritorio.

Me presenté, tomé asiento, enseguida le entregué mi trabajo. Era un hombre maduro, alto y delgado, de cabello casi blanco, vestía muy elegante, además tenía los ojos azules, como mi padre. Bueno, al menos eso es lo que siempre ha dicho mi madre de mi progenitor, pues en realidad yo nunca lo conocí, y aún ella no me perdona mis ojos negros y lo prieto de mi piel; mi madre no sabe nada de las leyes de Mendel acerca de la genética, pues a final de cuentas ella es la única culpable, porque al igual que yo, es prieta.

Me miró unos instantes de arriba a abajo y luego se puso a leer mi libro, haciendo caso omiso de mi presencia. Había algo en el editor; su personalidad inspiraba confianza, un cierto aire de paternalismo y al instante me identifiqué con él. Mientras leía las cuartillas algunas veces movía la cabeza de un lado a otro, como si desaprobara lo escrito; otras simplemente se le escapaba una leve sonrisa y así por el estilo.

Empecé a hablarle, a contarle cosas y más cosas, pero no me escuchaba, estaba embebido en la lectura, había ido a verlo por lo del libro, pero en el fondo deseaba platicar con alguien como él. Yo hablo solo, tengo esa mala costumbre y la gente piensa que estoy loco; en un tiempo lo estuve, tengo que reconocerlo, pero ya no.

Comencé platicando solo, después platicaba con las paredes, y por último, las paredes me contestaban. Entonces fui a dar a la clínica de recuperación mental, pero ya estoy bien, se los aseguro.

Esta vez no estaba platicando solo ni mucho menos con una pared, tenía un interlocutor; si él no me escuchaba eso a mí no me importaba, a fin de cuentas yo no sé qué tiene el mundo en contra de la locura, acaso no saben que gracias a ella nosotros nos mantenemos cuerdos en el delirio, acaso no se han dado cuenta que en este país de locura, atrás del aparente caos hay un verdadero desmadre. Y sin más ni más le dije lo que para mí era el duro oficio de escritor:

—Mire, lo primero que se tiene que hacer es escribir y luego busque un estilo propio, después integre un trabajo; luego busque un lector por lo menos, y si las cosas van bien, entonces acuda a un editor. Después trate de vender el trabajo acumulado con tanto esfuerzo y tiempo y por último, si así lo marca el destino, podrá disfrutar de los méritos alcanzados.

Seguía sin escucharme, concentrado en mis cuartillas. Algunas veces levantaba la cara, me miraba, luego continuaba leyendo. Mientras menos me escuchaba más seguía yo hablando, pero ya no hablaba para él, sino para mí: en el fondo tenía unas ganas enormes de oírme, sin el temor de que la gente pensara en mi locura. No podía desperdiciar esta oportunidad de oro, entonces me desahogué con más fuerza:

—Mire, escribir es lo más fácil del mundo, es más, es como el cagar. Aunque la gente no sepa ni el alfabeto es capaz de comunicarse por algún medio escrito, incluso los animales pueden comunicarse mediante marcas, orina u otras cosas. Yo no sé por qué ciertos escritores se creen tanto. Basta un pequeño premio o una leve distinción en un certamen (no importa qué tan pequeño y amafiado sea) para que ya se sientan premios Nobel y anden por ahí pavoneándose, dándoselas de intelectuales. La mayoría de las veces sus currículos son mucho más apasionantes que sus obras, por eso yo no entiendo por qué se creen tanto, si al fin y al cabo todos cagamos. Es cierto que algunos de ellos logran hacer grandes cosas en la taza del baño, pero a excepción de eso, no son algo fuera de lo normal, aunque tengo que reconocer, no sin un poco de envidia, que en esto, muchos de ellos son realmente inigualables.

Como seguía sin escucharme, le platiqué de la perrita pequinesa que tuve cuando era chico: se la había cogido un perrazo gran danés de una casa vecina, para vergüenza de la familia. Luego le dije lo de María para finalmente terminar con lo de Mar; todo esto en voz baja para evitar que su secretaria se enterara.

Por fin terminó de leer mi libro:

—Déjamelo, quiero revisarlo bien, regresa dentro de una semana —me dijo.

Volví a ver sus ojos azules y su rostro sereno. Había ido a verlo con la esperanza de una respuesta afirmativa y me despedí un poco desilusionado.

—Hasta dentro de una semana —le dije.

Justo cuando estaba bajo el marco de la puerta de su oficina me llamó y la esperanza volvió a mí. El jodido va a todas y lo último que pierde es la fe. Me sonrió y le sonreí; por un instante me pareció el padre imaginario que nunca tuve, tenía el manuscrito en la mano y me lo regresó mientras me decía:

—Mejor dedícate a cagar, pues sin duda alguna ahí está tu brillante futuro.

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