martes, octubre 11, 2016

Dos textos de David Ojeda (1950-2016)

David Ojeda Álvarez, escritor, coordinador de numerosos talleres literarios y funcionario cultural, falleció este domingo a los 66 años. Nació el 20 de marzo de 1950. Antologador de Literatura potosina. Cuatrocientos años (1992) y autor del libro de ensayos Entre sierpes y lagartos (2005). Entre sus obras de creación destacan Bajo tu peso enorme (1978), Los testigos de Madigan (1995), La santa de San Luis (2006), El hijo del Coronel (2008) y Perros de casa (2010). Coordinó talleres en Aguascalientes, Ciudad Juárez, León, Monterrey, Puebla, Torreón, Zacatecas y San Luis Potosí. Fue Premio Casa de las Américas por su libro de cuentos Las condiciones de la guerra (1978), y Premio Nacional de Cuento de San Luis Potosí (1976).

Los testigos del jardín
(En Los testigos de Madigan, 1995)

Los caracoles aceptan la soledad sin el temblor de párpados
que observamos cada mañana en nuestro espejo
Ellos van con su casa a cuestas
y asoman a los jardines un cuerpo que no logramos entender
Cada día su voluntad apenas debe esforzarse
para desentrañar el minúsculo milagro del terreno

Adheridos a hierbas que tiemblan y crecen bajo ellos
no duermen por la noche sino vigilan
el paso de un zorro con hambre
o el de un viejo borracho que cruza el jardín
en busca de la cama donde yace en el sueño su mujer

No hay misterio que escape a su cuidado
y con él no desean los caracoles otra cosa que conservarlo en las antenas
Quedan ahí las noticias de un mundo que nace
y se corrompe cada segundo
Han aprendido a cuidar su humildad
para corresponder con ella a su apariencia y su tamaño
sin embargo atesoran el saber de quien observa el mundo desde el suelo
entre las hojas libre y solo
Así escriben sus libros y luego los dejan perecer a su lado
en medio de una trampa de sal
ante la vejez o los depredadores que los atraviesan con picos
con uñas y tridentes
Saben no obstante
que la razón de un libro no comienza o termina en sus lectores
que la última finalidad de una palabra en nadie descansa sino en algo

Reconocen cada día cuando el rocío los reanima
y Madigan pone su pie junto a ellos
que un signo en el cielo completa el espectáculo de sus puntos de vista

Los caracoles se arrastran por el jardín
y sus huellas llegan a cruzarse sin que uno u otro se toquen
Su paso y sus acciones en busca de una hoja mejor
al acoso de algún organismo muy pequeño
cubren el terreno con la trama invisible
que el podador o el perro no atestiguan o comprenden

Los caracoles dejan sus casas vacías luego de morir
Queda su cuerpo sin vida para ser devorado por las hormigas
que se aproximan con cuidado y se ponen a comer a cortar
a trasladar la carne húmeda y fría
Poco a poco dejan hueca la morada
y cuando la última hormiga sale de ella no puede evitar apresurarse
Las casas abandonadas asustan
Las casas vacías atesoran ecos que los débiles de corazón
los callados y razonables los enemigos de los sueños
los infieles del azar y la risa
no logran ni quieren entender
Las casas donde alguien ha muerto conservan un fantasma para siempre

El caracol nunca aguarda una pareja
sólo para abandonarse en un orgasmo repentino
Su espera intenta descargar la soledad de un encuentro especular
No tiene sentido hablar de sexo cuando dos caracoles
se aproximan a un contacto moroso
Uno y otro se corresponden con huecos que la casualidad propicia

El estupor de todo amante frente a un sexo que desconoce
es un evento que los caracoles ignoran
Su retiro se completa en su propio cuerpo y sus citas
-como obra fortuita de un deseo delicado que sin embargo llega a la desmesura-
sólo habrán de producir la perdurable fascinación
ante lo que nos proporciona una fugaz imagen de plenitud
y entonces el jardín padece la aproximación de una mano
que puntualmente los priva de reposo
sin atender el grito un gemido los murmullos.

* * * * * 

Tres goles
(En Luvina 51, verano de 2008)

Es el 22 de junio de 1986. Transcurre el mediodía, y en un estadio de México, un hombre llamado Diego juega un partido de futbol como parte del seleccionado que representa a su país. Lo entusiasma e impulsa su deseo de lucir ante quienes, dispersos en el mundo, aplauden y gritan al intuir que es él la prueba de una colusión maravillosa: lo intrascendente que alcanza una instantánea eternidad, el héroe sin tragedia, la emoción que lo reinstala en la vaguedad de una fe rutinaria. Por eso, el acoso de sus frustrados rivales y el rumor de un estadio lleno producen en el jugador reflejos y arrebatos que le permiten anotar dos goles legendarios. En el primero, frente al marco rival, acciona sus músculos al máximo y se suspende por un momento en el aire, ocultándole al juez del encuentro parte de su acción, pues en desacato de una regla impulsa con una mano la pelota que era inalcanzable para su frente. Aquélla roza luego la red del marco rival y produce un sonido que es apagado de inmediato por un atronar de voces y aplausos. El árbitro da por bueno el tanto sin atender reclamos ni protestas de los otros jugadores. Y, minutos después, Diego realiza la maniobra que lo fijará en la perpetuidad de los hombres: tras recibir el balón algunos diez metros atrás de la media cancha, cerca de la banda derecha del ataque de su equipo, corre con el esférico pegado a los pies; así burla a uno, rebasa a otro y se cuela entre dos rivales más hasta penetrar en el área chica inglesa, donde aún le quedan gracia y equilibrio como para burlar la salida del portero, anotando lo que muchos calificarán como «el gol del siglo». En ese momento el jugador argentino entiende haber alcanzado la inmortalidad y siente el sabor de la gloria: un dulce que lo embriaga y habrá de ensimismarlo para siempre.

Dieciséis años antes, el 17 de junio de 1970, durante otro campeonato mundial también celebrado en México, en el estadio Jalisco, de Guadalajara, se realizó un juego entre Uruguay y el inolvidable equipo brasileño donde alineaba un jugador que, igual que el argentino llamado Diego, lucía como el pontífice del encuentro, tal cual si su habilidad y energía correspondieran a seres mitológicos que irrumpen en la vida del hombre. Y Edson, el brasileño, en algún momento del partido descubrió que la pelota rodaba hacia él, impulsada por un compañero y con trayectoria hacia la esquina izquierda del área chica vigilada por el portero uruguayo al que se tenía como «el mejor del mundo». En un instante el jugador calculó lo que ninguna máquina, artilugio o estratega hubieran completado. Evocó durante una milésima de segundo su propia figura; trazó en ese lapso diagramas y un golpe de intuición le indicó qué hacer: confrontarse a sí mismo. Por eso, viendo que el portero se aproximaba veloz, a unos centímetros del roce entre ambos, tocó la pelota con su pie izquierdo, impulsándola en la misma dirección que ésta viajaba. Y él, por su parte, prosiguió con la suya, en sentido contrario a la esférica. De este modo, burlado el portero rival, Edson dobló a su derecha y dio alcance al balón para completar el famoso autopase. El marco oponente quedaba frente a él, a su izquierda, con un forzado ángulo de entrada. Eso complicaba la intención del jugador que, no obstante, apegado a ella, reguló la fuerza de su botín derecho y el ladeo de su empeine. Luego soltó su golpe y observó gratificado que la pelota correspondía a su destreza y pasaba rozando el lado externo del poste derecho. Hubiera sido un gran gol, pensó Edson, apodado Pelé, mientras reconocía su acierto y probaba el sabor de su gloria: una miel que no era para otros.

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