E.T.A. Hoffman y el actor Ludwig Devrient |
"Un juego de palabras es, en manos de la locura, un ardiente rizador con que ella tuerce los pensamientos", dice un personaje en Los elixires del diablo, de E.T.A. Hoffman, novela publicada en Alemania en dos partes, 1815 y 1816. Como muchas obras, en su época no tuvo eco de la crítica pero los lectores (los que cuentan, en todos los sentidos) se la apropiaron.
Es una obra precursora de la novela psicológica, de terror y redención. Medardus es un monje que cae en la tentación de tomar de una pócima que se supone elaborada por el mismo diablo y resguardada entre las reliquias de un santo, y así conoce lo mejor y lo peor: al matar por accidente a un noble toma su identidad, se enamora de Aurelia, conoce la corte, comete asesinatos. Al dar a Medardus la maldición de asumir otra identidad, de ver como su igual a a quien supuestamente mató, de contemplar al diablo con el mismo rostro que ve en los espejos, de desdoblarse, Hoffman —escritor y músico, jurista y dibujante, todo un hombre renacentista— redondea la idea del doppelgänger, el otro que camina, el narciso que intenta apoderarse de su reflejo o viceversa.
Las otras voces no son esquizofrenia. O no sólo eso. En Los elixires del diablo hay pócimas, miedos, designios divinos y diabólicos, y hasta libros como posibles causales. Y de ahí surgen desde el Mr. Hyde del Dr. Jekyll (de Robert Louis Stevenson) y el Tyler Durden de El club de la pelea hasta los personajes de películas como Psicosis, La isla siniestra, La ventana secreta, El último héroe de acción, y las dobles personalidades de tantos personajes de historietas (Batman/Bruce Wayne, Spiderman/Peter Parker.
Durante su estancia en un pueblo Medardus se encuentra con un peluquero extraño, pequeñito. Es Pietro Belcampo, del que se cuenta que se ha vuelto loco con tanta lectura. Este extravagante personaje (que en su locura resulta más cuerdo que otros), sin saber del doppelgänger de Medardus, le platica al protagonista que también tiene otra personalidad, Peter Schönfeld, que le dice:
«No seas bobo y creas que tú existes, pues en realidad yo soy tú, y soy una idea genial, y si no lo crees te derribaré con un pensamiento puntiagudo, afiladísimo".
Más adelante, en el reencuentro de estos dos personajes dobles, en un manicomio, Schönfeld se revela como una especie de Sancho Panza de Medardus, y reta así al monje:
«Tu razón es una cosa miserabilísima y no puede mantenerse derecha, se tambalea de aquí para allá como un chiquillo enclenque y debe ir en compañía de la locura que la ayudará a levantarse y sabe encontrar el verdadero camino a la patria... que es el manicomio. […] La locura se presenta en la tierra como la auténtica reina de los espíritus. La razón es sólo una perezosa virreina que nunca se preocupa por lo que sucede más allá de las fronteras del imperio, que sólo por aburrimiento hace ejercitar a los soldados en la plaza de armas, y ellos después no pueden realizar ningún disparo correcto cuando el enemigo asalta desde afuera. Pero la locura, la verdadera reina del pueblo, irrumpe estrepitosamente: ¡arre! ¡arre! A su paso hay júbilo, júbilo. Los vasallos se levantan de los asientos en que la razón los tenía atrapados y ya no quieren estar de pie, sentados o acostados como lo quiere el afectado mayordomo mayor...»
Y anticipa lo que hoy, gracias a Freud, llamamos inconsciente:
»Yo me refiero a la particular función espiritual llamada conciencia y que no es otra cosa que la maldita actividad de un condenado portalero, un recaudador de aduana, asistente del control superior, que ha abierto su infame despacho en la mollera y que a cualquier mercancia que quiere salir le dice: "¡Ja...! ¡Ja...! La exportación está prohibida... debe quedarse en el país, en el país". Las joyas más hermosas son colocadas cual indignas semillas en la tierra, y lo que crece son a lo sumo remolachas forrajeras, a las cuales la práctica extrae, prensándolas con un peso de quinientos quintales métricos, un cuarto de onza de azúcar incomible... ¡Qué bien! ¡Qué bien!»
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