—Sean buenos —dice mamá con su voz de ángel y nos tapa hasta las narices, nos revuelve el cabello, nos cubre de besos, nos hace cosquillas en la panza, nos cierra la boca con sus dedos fríos.
—No hagan ruido —dice—, no se levanten, no vayan a pelear —y vuelve a apretarnos las sábanas justito alrededor del cuerpo, vuelve a besarnos, a sacudirnos la cabeza, vuelve a suspirar.
Huele a perfume, mamá. Tiene los párpados brillantes, una blusa de encaje, una falda negra y larga que se le aprieta en las caderas. La miro cuando se aparta de mí. Oigo cómo clava los tacones en el piso. La miro cuando se vuelve en la puerta y con un gesto nos pone quietos. Veo cómo uno de sus dedos largos, con la uña de caramelo, se arrastra por la pared hasta encontrar el apagador.
La luz que guardan mis ojos me deja ciego. Luego veo la ventana, con las cortinas de selva; veo el bulto de mi hermano en la otra cama; veo la lámpara; oigo la llave que nos echa mamá. La oigo a ella moverse fuera, cambiar de lugar alguna silla, poner un disco, sacar vasos o platos o ceniceros. Oigo en la calle un camión que pasa. Luego siento cómo llega el elevador y una voz que no conozco y la risa de mamá.
También leí fragmentos de Racataplán, las aventuras de Mariana y Don Rayo. Sí, de esa niña "que vivía sola, en las afueras del pueblo, San Miguel o Santiago o San Juan o algún otro santo se llamaba; no lo recuerdo bien. En todo caso, era un caserío de tejados rojos y paredes blancas, con un alto campanario de piedra en el centro, que estaba posado, como si fuera un grupo de palomas, en lo más alto de una altísima montaña..."
Cuando veo que muchos de mis alumnos de preparatoria o licenciatura no leen, y no entregan trabajos o se van por la vía fácil de las reseñas de Internet, incluso al copiaypega (plagio), pienso en la suerte de ser vicioso de la lectura gracias al acceso que tuve a los libros en la casa paterna. Suspiro y les recuerdo la frase de Borges: "“El verbo leer, como el verbo amar y el verbo soñar, no soporta el modo imperativo". Espero lo recuerden. Y que amen, lean y sueñen porque les nace.
Nada me da más gusto que cuando, emocionados, los alumnos me enseñan los avances de un cuento que les encargué escribir (y más, cuando lo corrigen y lo quieren corregir para que quede mejor, aunque ya tengan una calificación), o cuando me piden prestado algún libro, lo devuelven y me piden otro.
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