Estas preguntas y cien más me han enseñado mucho por las respuestas que me han obligado a inventar, pues por principio respondo siempre sincera y detenidamente. La última de las preguntas que he citado pone en entredicho toda la estética literaria. ¿Es preciso recordar que Marthe Robert tituló su último libro La verdad literaria? Yo suelo responder escribiendo ante todo en el encerado o pizarrón una frase de Jean Cocteau: "Yo soy una mentira que dice siempre la verdad". Luego cuento los orígenes del Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Hubo un hecho real: el timonel escocés Alexander Selkirk estuvo abandonado durante cuatro años y cuatro meses en la isla de Juan Fernandez, en el Pacífico. Es a partir de esta historia verdadera como Defoe escribió su Robinson. Ahora bien, existe la historia de Selkirk, tal como la consignó por escrito el comandante Wood Rogers que le recogió y le llevó de regreso a su patria. Pero ¿quién ha leído ese informe? Nadie, salvo algunos especialistas. Por el contrario, el Robinson de Defoe tuvo y sigue teniendo un inmenso éxito internacional. ¿Por qué razón la ficción excede hasta ese punto en la mente de los hombres de la pura y simple verdad?
La pregunta es temible y quien supiera responder a ella habría descubierto la clave de las obras maestras. Sin ambicionar tanto, voy a esforzarme por aclarar un poco ese misterio.
Pero ¿no equivale esto a esperar que una obra de arte posea ante todo una determinada virtud pedagógica? Montaigne decía que enseñar a un niño no es llenar un vacío sino encender un fuego. Creo que no se podría pedir más. En cuanto a mí, lo que he ganado es cierta llama que veo a veces brillar en los ojos de mis jóvenes lectores, la presencia de una fuente viva de luz y de calor que se instala de ahora en adelante en un niño, encedida por la virtud de mi libro. Recompensa rara ésta, y que no tiene precio, a todos los esfuerzos, a todas las soledades, a todos los malentendidos.
Tomado de Imaginaria
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