Una institución educativa como ésta, en la que trabajo desde hace tantos años, donde se enseñan humanidades, debería ser un centro de apertura o, al menos, de tolerancia. No sé por qué tantas y tan malas reacciones se han suscitado a mi regreso de mi año sabático.
Total, no soy el primero que se pone unos pechos, por cierto, muy bien hechos. A este libro ya le hacía falta una nueva cubierta.
En los pasillos los doctores hacen corrillos y casi se ríen en mi cara. Los investigadores no se preocupan en disimular sus gestos y no faltó el que me mandó un mensaje electrónico con copia al correo de “todos” para manifestar su inconformidad ante lo que considera “la última incongruencia de un seudo mediador social, que pone en entredicho a nuestra institución”.
Sólo me queda suspirar, y asirme a la tabla a la que hace poco pude asirme. Mis compañeros nunca lo entenderán. Lo comprendo de los alumnos, que ya no saben si decirme doctor o doctora, aunque aún no ha concluido el proceso de cambio. Tengo entre las piernas el miembro que nunca he usado y me estorba más que si tuviera un largo cuerno de marfil en medio de la frente. Apenas me ha cambiado la voz y la barba ya no me crece. Lo que no me cabe en la cabeza es la reacción de mis colegas académicos. La mayoría, sociólogos, antropólogos, comunicólogos o historiadores, me han vuelto la espalda.
No se acostumbran a decirme Angélica.
* * *
Pero empecemos por el principio. Nací en la ciudad de México, tengo cuarenta años, mi nombre original fue Andrés Ramírez Ramírez y desde que me acuerdo nunca quise ser hombre. Aprendí a ser un niño que disimulaba sus gustos por los hombres, pero mi feminidad fue creciendo aunque sin los rasgos que debían acompañarme en mi mundo ideal y que enseñaban en la clase de educación sexual: ensanchamiento de la cadera, abultamiento de los senos, aparición del ciclo menstrual…
¡Cómo envidié los cambios de ánimo de mis compañeras!
Especialmente me acuerdo de los vestidos y peinados de Dulce, una amiguita a la que su mamá siempre le hacía trencitas. Mi cabello de indio, lacio y tieso, no me dejaba hacer las obras de arte que lucía Dulce. Sus calzoncitos de gatitos me hacían suspirar, mientras me tenía que conformar con usar trusas marca Trueno.
Me encantaba leer Alicia en el País de las Maravillas e imaginar que escapaba del mundo “normal” con mi vestido de olanes y mi cabello largo en busca de un conejo peludo y despistado. Algunas veces era Becky Tatcher, que esperaba a Tom, o Mariana, la novia del Tigre de la Malasia, que lo enamoró con el solo nombre.
Mi complexión robusta me permitió siempre tener un poco de tetas, que apretaba para ver si crecían, pero sin las aureolas que veía en las revistas y en la televisión. El pelo en mis tetillas me bajaba a la realidad al intentar masturbarme, y mi pene me estorbaba al sentir mi entrepierna, imaginando una bonita vagina con labios de flor.
Si los demás pensaban mi atracción por los hombres era porque era gay no me importó. Mi mamá y mi papá nunca me regañaron por hurtar ocasionalmente alguna prenda de Jenny, mi hermana menor o, más chico, por preferir jugar a la comidita que al fútbol. Nunca les dije nada y me sumergí en los estudios. Leía y leía. Me convertí yo mismo en un libro con el título y la portada equivocados. Como Humbert Humbert en versión trans, sublimé mi gusto por los jovencitos en las historias que leía, en el conocimiento del lenguaje, mientras llegaba mi turno de conocer a mi Dolores.
Terminé con facilidad, aunque sin excelentes calificaciones, la carrera y la maestría en letras hispanoamericanas. Mi tesis fue muy comentada: “Estudios de (tercer) género: homosexualidad en la literatura mexicana. El caso de Salvador Novo”. Mereció mención para publicación y los mil ejemplares que se tiraron tuvieron regular aceptación en este pueblo de tan pocos lectores. El mexicano lee apenas un libro al año, dicen las estadísticas oficiales. Si fue el mío algo bueno ha de ser.
Fue cuando entré a la institución educativa en la que hasta hoy laboro, con la promesa de obtener el doctorado y contribuir al engrandecimiento de las ciencias sociales mexicanas.
* * *
En la academia, situada en un terreno elevado que domina buena parte de la colonia, hay de todo, como en todas partes, pero nunca me imaginé que personas que a lo largo de su vida han pugnado contra la injusticia sean los más sexistas, y que quienes se asumen como defensores de la tolerancia resulten ser los que menos la practican.
Ahí está Efigenio, que fue de los presos políticos de 1968 y que con todo y su doble doctorado en humanidades a cada rato cuando paso suelta un “pinches putos”. O la maestra Juanita, que se ocupa de estudios de género pero cuando se trata de hablar sobre diversidad sexual arruga la nariz sin importarle quiénes estemos presentes.
Al principio me tocó compartir cubículo con Jaime, un macho muy macho, el auténtico prototipo del antropólogo: rubio entrecano, barbado y siempre vestido de camisa de manta y con huaraches. Hice buena amistad con él y con sus alumnas, que me confiaban todo, y me aceptaron como una más. Hablábamos de chicos, de ropa y de las clases. Fue una buena época. Estudiaba y transmitía conocimientos. ¿Qué más podía pedir?
Hasta que me ligué a su hermano. Ahí sí, ardió Troya. Jaime me echó a patadas del cubículo y nunca me volvió a hablar.
* * *
Fue entonces que conocí a Lucas, el corrector ideal para este viejo libro.
Ocurrió durante mis estudios del doctorado. Estaba por finalizar y asistí a una asesoría a la universidad. El estaba en el cubículo con mi asesor, el doctor Medina Mora. Cuando volteó a verme supe que era el perfecto Lolito, a pesar de que también tiene cuarenta años. Su mirada triste me recordó a la de Johny Deep y su sonrisa me pareció la más bella del mundo.
Amablemente, el doctor Medina nos presentó. Aparentando acomodar algunos papeles Lucas no se separó de nosotros mientras discutíamos detalles menores de mi tesis doctoral, que mi asesor alabó con demasiado entusiasmo.
Al salir, Lucas se ofreció a acompañarme, con el pretexto de preguntarme algunos detalles que le habían llamado la atención de mi texto. Le invité un café y pasamos horas y horas platicando de sus autores favoritos y de las teorías de Foucalt.
Me calló con un beso largo, suave. Lo único que lamenté fue no haberme rasurado y molestar sus finos labios con mis insensibles puas.
—Lucas, yo…
—Shh. Cállate. Disfruta porque es el principio. Lo supe cuando entraste a la oficina del doctor. ¿Quieres ser mi novia?
* * *
Así lo dijo, en femenino. Suspiré. ¿Por qué cuando hablamos de género todo se reduce a dos? Dicotómicos como somos los humanos todo tiene que ser blanco o negro, malo o bueno, moral o inmoral, masculino o femenino. Sabía, y lo confirmo ahora, que aunque llegara a ser mujer mi “hombría” me marcaría para siempre. Nada es tan sencillo como elegir entre dos caminos.
La plática con Lucas fluyó hasta en los momentos más cálidos. Noche tras noche de una titulación más allá del simple papel universitario.
—¿Cómo supiste?
—No lo supe, lo presentí. Eres el hombre más femenino que he conocido, pero no afeminado. He cogido con hombres muy hombres, con mujeres, con homosexuales. Tu mirada es la de una damisela que busca a su caballero. Nuestro goce puede ir más allá del sexo. Tú decide. Eres un ángel.
—Pero puedo ser Angélica.
* * *
La vida siguió, dividida en las juntas monótonas, mi investigación sobre autores de provincia que lucharon por su libertad sexual en comunidades puritanas y más juntas de trabajo para discutir nuestra validación académica. A esa monotonía se añadieron para sobrellevarla mis constantes visitas a la ciudad donde Lucas residía y mis consultas con el doctor que llevaría a cabo la operación de implante. Por primera vez mi sonrisa no fue falsa y mis guiños eran de alegría.
* * *
Y mi creación literaria, ¿cómo la clasificarán los críticos todopoderosos? Mucho se ha hablado de literatura femenina o juvenil, en géneros que no tienen nada que ver con el arte. Literatura femenina no será, pues si hoy soy Angélica antes no lo fui. Sé lo que es ser hombre y no me desentiendo de ello. Hoy soy feliz, me siento realizada, pero mis imágenes algo tienen de masculino. Literatura gay tampoco. Soy mujer, y así quiero ser, con todo lo que conlleva.
Este libro no quiere ser clasificado, es de piel y de papel, pero lo que importa es su contenido. Es poesía, y creo que así lo da a entender su dedicatoria:
“Con todas mis fuerzas, para Lucas”.
¡Cómo envidié los cambios de ánimo de mis compañeras!
Especialmente me acuerdo de los vestidos y peinados de Dulce, una amiguita a la que su mamá siempre le hacía trencitas. Mi cabello de indio, lacio y tieso, no me dejaba hacer las obras de arte que lucía Dulce. Sus calzoncitos de gatitos me hacían suspirar, mientras me tenía que conformar con usar trusas marca Trueno.
Me encantaba leer Alicia en el País de las Maravillas e imaginar que escapaba del mundo “normal” con mi vestido de olanes y mi cabello largo en busca de un conejo peludo y despistado. Algunas veces era Becky Tatcher, que esperaba a Tom, o Mariana, la novia del Tigre de la Malasia, que lo enamoró con el solo nombre.
Mi complexión robusta me permitió siempre tener un poco de tetas, que apretaba para ver si crecían, pero sin las aureolas que veía en las revistas y en la televisión. El pelo en mis tetillas me bajaba a la realidad al intentar masturbarme, y mi pene me estorbaba al sentir mi entrepierna, imaginando una bonita vagina con labios de flor.
Si los demás pensaban mi atracción por los hombres era porque era gay no me importó. Mi mamá y mi papá nunca me regañaron por hurtar ocasionalmente alguna prenda de Jenny, mi hermana menor o, más chico, por preferir jugar a la comidita que al fútbol. Nunca les dije nada y me sumergí en los estudios. Leía y leía. Me convertí yo mismo en un libro con el título y la portada equivocados. Como Humbert Humbert en versión trans, sublimé mi gusto por los jovencitos en las historias que leía, en el conocimiento del lenguaje, mientras llegaba mi turno de conocer a mi Dolores.
Terminé con facilidad, aunque sin excelentes calificaciones, la carrera y la maestría en letras hispanoamericanas. Mi tesis fue muy comentada: “Estudios de (tercer) género: homosexualidad en la literatura mexicana. El caso de Salvador Novo”. Mereció mención para publicación y los mil ejemplares que se tiraron tuvieron regular aceptación en este pueblo de tan pocos lectores. El mexicano lee apenas un libro al año, dicen las estadísticas oficiales. Si fue el mío algo bueno ha de ser.
Fue cuando entré a la institución educativa en la que hasta hoy laboro, con la promesa de obtener el doctorado y contribuir al engrandecimiento de las ciencias sociales mexicanas.
* * *
Ahí está Efigenio, que fue de los presos políticos de 1968 y que con todo y su doble doctorado en humanidades a cada rato cuando paso suelta un “pinches putos”. O la maestra Juanita, que se ocupa de estudios de género pero cuando se trata de hablar sobre diversidad sexual arruga la nariz sin importarle quiénes estemos presentes.
Al principio me tocó compartir cubículo con Jaime, un macho muy macho, el auténtico prototipo del antropólogo: rubio entrecano, barbado y siempre vestido de camisa de manta y con huaraches. Hice buena amistad con él y con sus alumnas, que me confiaban todo, y me aceptaron como una más. Hablábamos de chicos, de ropa y de las clases. Fue una buena época. Estudiaba y transmitía conocimientos. ¿Qué más podía pedir?
Hasta que me ligué a su hermano. Ahí sí, ardió Troya. Jaime me echó a patadas del cubículo y nunca me volvió a hablar.
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Ocurrió durante mis estudios del doctorado. Estaba por finalizar y asistí a una asesoría a la universidad. El estaba en el cubículo con mi asesor, el doctor Medina Mora. Cuando volteó a verme supe que era el perfecto Lolito, a pesar de que también tiene cuarenta años. Su mirada triste me recordó a la de Johny Deep y su sonrisa me pareció la más bella del mundo.
Amablemente, el doctor Medina nos presentó. Aparentando acomodar algunos papeles Lucas no se separó de nosotros mientras discutíamos detalles menores de mi tesis doctoral, que mi asesor alabó con demasiado entusiasmo.
Al salir, Lucas se ofreció a acompañarme, con el pretexto de preguntarme algunos detalles que le habían llamado la atención de mi texto. Le invité un café y pasamos horas y horas platicando de sus autores favoritos y de las teorías de Foucalt.
Me calló con un beso largo, suave. Lo único que lamenté fue no haberme rasurado y molestar sus finos labios con mis insensibles puas.
—Lucas, yo…
—Shh. Cállate. Disfruta porque es el principio. Lo supe cuando entraste a la oficina del doctor. ¿Quieres ser mi novia?
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La plática con Lucas fluyó hasta en los momentos más cálidos. Noche tras noche de una titulación más allá del simple papel universitario.
—¿Cómo supiste?
—No lo supe, lo presentí. Eres el hombre más femenino que he conocido, pero no afeminado. He cogido con hombres muy hombres, con mujeres, con homosexuales. Tu mirada es la de una damisela que busca a su caballero. Nuestro goce puede ir más allá del sexo. Tú decide. Eres un ángel.
—Pero puedo ser Angélica.
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Este libro no quiere ser clasificado, es de piel y de papel, pero lo que importa es su contenido. Es poesía, y creo que así lo da a entender su dedicatoria:
“Con todas mis fuerzas, para Lucas”.
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* Tercer lugar en el Concurso de Cuento Dorian 2005, que organiza la asociación Encuentros con el Arte, de Lima, Perú.
Un texto muy emotivo, pero sin recurrir a sentimentalismos de todo a cien, como a mí me gustan; de los que llegan a lo más profundo sin hacer sangrar las visceras. Me ha hecho reflexionar. Hay una pregunta que siempre me hago cuando pienso en este tema que nos has traído: ¿En qué molesta a la gente la sexualidad del otro? ¿Es que tienen proyectado a costarse con todo el mundo? Hay algo que tengo muy claro: la única sexualidad que me interesa es la de mi pareja, del resto me importa su humanismo y entrega en la tarea que realicen.
ResponderBorrarMe ha encantado esta entrada. Enhorabuena.