Pienso, también, que nunca entenderían
lo que quise decir con mi ausencia,
cuál fue mi grito, cuáles esperanzas
manaban de ese pecho en exilio.
Y ¿cuál exilio? Pienso todavía.
Si por esa ciudad no hubiera sido,
quién sabe en qué leguaje mis palabras
purgaran su reposo más terrible.
Las cosas que me rodean…
Las cosas que me rodean
—la taza de café, plumas
viejas, alguna inservible—
me dan la seguridad
de saber que aún estoy vivo.
Me gustan mis libros, aunque
sé que jamás los leeré
todos, tal vez unos cuantos.
Los pasaré a mis amigos
jóvenes que no conocen
la dicha de columbrar
los indicios de la meta
tras cuarenta y dos kilómetros,
varios hijos, dos esposas,
corazones incontables
que jamás quise romper.
Decir que soy imperfecto
es poco. Mucho me falta
por hacer, por dar, vivir,
aunque sean veinte minutos.
Esta taza de café
me permite estar en paz
con la idea, por demás
sencilla, de que la vida
es algo que por derecho
—sin excepción— pertenece
a cada ser que respira;
de que las cosas sagradas
nos rodean en todas partes.
Se rompen y se reparan,
tal como nosotros mismos,
por conservar el placer
tan simple, el enorme gusto
de inducir una sonrisa,
el brillo intenso en los ojos
de quienes han comprendido,
por fin, que el dolor no es todo,
que la mejor medicina
es saber que estamos todos
—y que siempre hemos estado—
cual carne de nuestro ser
desde el principio del viaje.
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