jueves, abril 23, 2020

Las lunas de Marte - Carolina Toro

Lo conoció en El Deimos. Aquella noche se sentía desinhibida, levantaba su vaso en señal de brindis a hombres y mujeres que desde lejos le sonreían. Sus amigas rechazaron a cuanto varón se acercó incitado por seis mujeres visiblemente ebrias que se vitoreaban unas a otras al terminar sus bebidas. Ella exploraba el sitio buscando en secreto el mejor candidato para terminar el festejo. Descartó a los hombres de mirada retadora o lujuriosa y se fijó en un muchacho que, arrinconado en un taburete, ignoraba el alegre escándalo de las damas que estaban junto a la barra.

Llevaba un rato observándolo, era alto, flaco y su melena ondulada llegaba hasta el hombro. Estaba acompañado de un amigo igual de joven (a quien seguramente apodaban “el Chino”), con el cual mantenía una conversación quizás interesante, a juzgar por cómo se interrumpían, movían las manos y asentían cuando les tocaba callar. El mesero les llevó varias jarras de cerveza durante la noche y los dos parecían ya muy animados.

Las amigas, vaciando de un trago los jarritos de mezcal, habían juntado suficiente valor para retarse a besos con cualquier desconocido que les pareciera guapo y juguetón. Adriana se alejó del grupo al notar que su objetivo se quedó solo un momento.

—Caballero, es hora de meter segunda —dijo acercando su vaso tequilero casi lleno.

Agradecido, tomó la copa.

—Pues... ¡salud! —dijo muy quedo el muchacho, interrumpiendo la sonrisa para dar un sorbo.

—Se toma de Hidalgo —aclaró Adriana.

Mientras el joven se quemaba la garganta con estoicismo, ella sugirió:


—Salgamos a fumar.


Él pensó negarse en solidaridad con su amigo, pero recordó que las ebrias desconocidas y bellas insinuándose en un bar estaban siempre en las historias de otros, jamás en alguna anécdota propia. Se fueron tomados de la mano hasta la terraza. Adriana se frotó los brazos y acercó su hombro con intención de inducir un beso que no recibió en ese momento, pues las amigas la llamaban desde adentro.


—¿Volvemos? —dijo él susurrando apenas y con los ojos muy quietos.

—Sólo si aceptas bailar con nosotras.

Aunque cuatro jarras de cerveza compartidas con el Chino eran insuficientes para perder la conciencia, sí bastaban para que el joven se reconciliara con sus dotes de bailarín y cantante al escuchar una vieja canción que lo entusiasmó.


…Era su silueta cada noche en la ventana una fantasía convertida en realidad…
Coreaba con gran emoción, cerraba los ojos marcando el ritmo con un puño y a veces colocaba una mano en el pecho y forzaba la voz.

…hasta con los ojos cerrados esos tres lunares podría yo encontrar…
Al principio los movimientos suaves y elásticos de él contrastaban con el extravagante baile de Adriana, después ella logró entusiasmarlo y ambos se volvían cada vez más enigmáticos y hermosos con cada ronda de tequila o mezcal y con las canciones que a él le recordaban su infancia y a ella sus primeros padecimientos amorosos.

—¿Te quedas, bro? Yo ya estoy muerto —dijo torpemente el Chino.

El muchacho negó con la cabeza y luego se dirigió a Adriana:

—Me llamo David, fue un placer, señorita —hizo un gesto de besarle la mano.

—Me llamo Adriana, el placer pudo ser mayor —lo besó en los labios.

David se retiró, se arrepintió, y recibió un par de codazos del Chino casi al mismo tiempo, y luego de necios cuchicheos pidió el número de teléfono de la mujer que, sin saberlo, sacudió un poco la incomodidad que sentía casi siempre.

—Ya vámonos —dijo Adriana a sus amigas. Algunas con indiferencia, otras a regañadientes salieron al frío de la madrugada y se abrazaban mientras el valet parking acercaba los coches y abordaron los dos vehículos.

Sin miedo a los retenes antialcohol siguieron por la avenida llena de restaurantes y bares que se encontraba todavía muy despierta. De los autos que las amigas conducían escapaban las baladas de varias décadas excepto la actual y ellas cantaban con una euforia que no provenía de los cocteles, sino de saberse unidas incondicionalmente. Se detuvieron a cenar en un local de hamburguesas donde había mucha gente esperando mesa.

—Adri, ¿ya viste? —murmuró la güera—. Allá está tu galán.

Y las seis mujeres voltearon a la mesa donde David y su amigo conversaban ya sin entusiasmo.

—¿El que se le fue vivo? —preguntó una de las amigas.

—¡Está bien chavito! —dijo otra.

—Pero guapo —interrumpió la primera.

Y luego en voz muy baja, dijo algo que desató las carcajadas del resto. Los amigos voltearon y al reconocer al grupo sonrieron desde su asiento y agitaron la mano para después volver a mirar los restos de hamburguesa que yacían en sus platos.

—Adri, ahora sí no se te escapa —la animó otra de ellas.

Adriana se adelantó a saludarlo como si fuera un amigo cercano con el que se reencuentra y después de los acostumbrados codazos del Chino, David se levantó para retirar la silla que estaba frente a él y la ofreció a la dama. El diálogo fue una andanada de frases sueltas, la conversación no parecía fluir, pero fueron salvados por el ingenio del Chino y las amigas que se fueron sin avisar apretujados en un solo coche y a manera de despedida subieron el volumen al estéreo, dejando el camino libre para la torpe cita.

—Tienes ojos de gato —dijo ella, haciendo referencia al ámbar de sus pupilas.

—Pues…”Miau” —dijo e hizo una especie de gruñido.

Ella rió y luego se acercó lo suficiente para que la besara. Adriana no esperaba la mordida que recibió en el labio inferior. La naciente barba del muchacho le raspó la cara y lejos de sentir desagrado creció el deseo de estrujarlo como hacía meses que no la estrujaban a ella. Fueron hasta el mirador.

David intentó llevar la plática hacia tópicos donde se sentía más seguro:

— ¿Sabías que una luna de Marte se llama Deimos? la otra es Fobos (silencio incómodo)... o sea “Terror” y “Miedo”... ¿Qué te da miedo?

Adriana lejos de verse enganchada con el tema dijo:

—Ah. ¿Ya empezaron las confidencias?— rió de nuevo.

La conversación no prosperó pero reiniciaron el protocolo de insinuaciones tocando apenas sus labios. La intensidad del contacto fue creciendo de tal modo que no había distinción entre un apasionado beso y un intento por devorar la cara de Adriana, que tiraba el cabello provocando un gemido de su acompañante. Él correspondió resbalando sus uñas en el brazo, respiraba pesadamente y gemía en forma aguda cerca de su oído. Cuando ella trató de bajar el cierre de su pantalón, él la detuvo. Se miraron en silencio.

Adriana observó el prominente bulto bajo la mezclilla y le preguntó si cumplía alguna especie de “manda” o promesa de castidad.

—No, es que...es por el dolor, es muy difícil de explicar.

Ella supo que no conseguiría más y perdió todo interés, como si tuviera un botón para encender el deseo y se hubiera apagado. Trató de mostrar apoyo y simular empatía:

—Puedo llevarte a tu casa —ofreció.

—Gracias, no hace falta.

Él bajó del coche y ella se despidió en medio de un bostezo. Apenas arrancaba el auto vio la cara de David asomarse por la ventanilla.

—¿Puedo llamarte? — preguntó.

—Claro que sí— dijo ella completamente segura de no responderle jamás.

Sin embargo, no dejó de pensar en él y cuando recibió el mensaje de texto “¿Quieres un café?”, se sintió alegre. “Que sea un whisky” escribió de regreso. Acordaron verse por la tarde, cuando él terminaba sus clases en la facultad. Ella cerró más temprano el consultorio y contrajo el semblante frente al espejo del baño para inspeccionar las incipientes arrugas que se formaban alrededor de sus ojos. Me veo de treinta y siete. Y luego sonrió. Treinta y siete es mejor que cuarenta. No puso atención en el peinado y apenas retocó el maquillaje; pero se lavó cuidadosamente la boca y ajustó su pequeña y bien combinada ropa interior.

Se miraban. Algunas preguntas rebotaban en la mente de Adriana y ninguna poseía la potencia necesaria para detonar una charla duradera o hilar al menos dos frases largas y dos cortas. Cuando ella acercaba su vaso de whisky a los labios esbozaba una sonrisa pulida con base en repeticiones infinitas en bares y cafeterías frente a desconocidos. Él retiraba los mechones de cabello que el aire de la terraza dejaba en su rostro y cuando las manos quedaban libres, jugaba con una servilleta doblada en el cenicero. Bajo la mesa la pierna de él se recargó en la de ella, la rozaba desde el muslo hasta el tobillo en una especie de cortejo silencioso.

Tras un par de rondas salieron a caminar, David la tomó del brazo de manera tosca y quedaron uno frente a otro.

—Aprieta más fuerte —lo retó.

No hubo respuesta verbal, en cambio acercaron mucho sus rostros. En la calle la gente seguía de largo pero los miraba de reojo, abstraídos en los besos, mordidas y arañazos que se prodigaban.

—Vamos a mi casa.

—Detesto las órdenes —replicó— pero los castigos no me desagradan, señora.

Esa última palabra bastó para que el público silente viera esfumarse las muestras de pasión. Sin mayor despedida cada uno se retiró por su cuenta pisando los remolinos amarillentos que se formaban en medio de la calzada.

Suspendieron todo contacto; pero al quinto día, cuando Adriana pensaba en Fobos, Deimos, David, la preguntilla atrevida sobre el miedo y su pretendida castidad, se sintió molesta y no habiendo nada que perder llamó a su malogrado amante:

—¿Hola?

— Mi consultorio está frente al hospital infantil. Ya no hay pacientes y tengo una botella de vino, márcame cuando estés afuera.

Agradeció la orden/invitación, incluso le hizo preguntas sobre cómo llegar. Al principio habló entusiasmado, después cambió el tono de voz y finalmente se negó, tenía práctica de laboratorio a las seis.

Ella sintió más curiosidad que decepción por la negativa. Bajó hasta el mini súper, compró una botella de vino y llenó la taza que tenía sobre el escritorio, junto a un muestrario de prótesis dentales. Recreó el momento en que sintió por primera vez la cercanía con ese muchacho que le despertaba una atracción atípica: era mal conversador, tímido, indispuesto; pero sus besos arrebatados y el deseo violento con el que frotaba su espalda mientras olía su perfume y tiraba de su cabello, pronosticaban una colisión placentera. El miedo al dolor que confesó aquella noche la llenaban de una tierna compasión. La próxima vez que lo viera le pediría que confiara, “no te lastimaré” le diría. Después de lamer su cuello golpearía sus nalgas, arañaría sus brazos, en lugar de besar le mordería los labios y restregaría sus senos en la cara, el pecho y bajo la cintura, por encima del pantalón que para ese momento estaría otra vez abultado, como sucedió en el mirador.

Estaba a punto de bajar por otra botella de vino cuando él la llamó por teléfono.

—¿Sigues ahí? Estoy en la puerta del edificio, tengo cervezas.

—Piso dos, consultorio cuatro. Sube.

Cuando abrió la puerta lo miró relajado en extremo, la sujetó por el mentón y simuló una mordedura animal que evidenció su avanzada borrachera. Ella habló con seriedad, todavía con la chapa de la puerta en la mano:

— Escucha… somos adultos… llámalo como quieras, para mí es sexo. No busco un novio. Eres joven, apasionado, tienes energía y yo, a mis treinta y siete años ya dejé atrás la vergüenza de tomar la iniciativa, tampoco me inhibe coger en formas poco convencionales.

Lo hizo pasar y colocó el seguro de la puerta.

Él se acercó a su oído y murmuró:

—Nunca he estado con una mujer.

Ella no se mostró sorprendida.

—Lo supuse—. Apaciguó el tono. —Me gustas mucho, no pretendo lastimarte, quiero que sepas...

David ignoró el discurso, con trabajo se colocó en el sillón donde horas antes Adriana taladraba muelas, y retirando la lámpara que sentía demasiado cerca de la frente, balbuceó:

—Mi problema radica en… —señaló la entrepierna con ambos pulgares hacia abajo.

Las preguntas fueron inevitables.—¿Eyaculador precoz?, ¿demasiado pequeño?, David, eso no es tan grave.

—Se trata de algo más —concluyó. Después trató de alcanzar una lata de cerveza del gabinete, pero no pudo.

Ella tomó asiento en el banco donde pasaba largas horas hurgando en cavidades orales.

—¿Verrugas? ¿alguna perforación fallida? ¿te has fracturado? —decía Adriana, tratando de explicarse el porqué de tantas negativas.

Estaba demasiado ebrio para mencionar siquiera su nombre completo. A los pocos minutos empezó a emitir un leve ronquido, casi un ronroneo. Ella pensó despertarlo de forma placentera, a propósito de la oralidad que definía el ambiente.

Reclinó el sillón dental en la posición más extendida y regresó al banquito con ruedas. Destrabó la hebilla, liberó el botón metálico, bajó el cierre del pantalón y acariciando los muslos de aquel muchacho que le pareció hermoso, subió hasta alcanzar el borde elástico de su ropa interior y al bajarla encontró lo que deseaba: respuestas. Miró sin atreverse a tocar su miembro viril, que para entonces comenzaba a reaccionar al fervor de las caricias. En todo lo largo se levantaban dos hileras de vellos cortos, rígidos como púas, similares a uñas en forma de minúsculas garras, igual que los gatos.

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