Texto publicado en la edición de este domingo en el diario Pulso. Es la primera entrega de una columna que se ha de llamar, como este blog, Crimentales.
Hubo homenajes oficiales, sí, baile y conferencias en este 158 aniversario. Sin embargo, una breve encuesta sobre quién fue, o si conocen a algún poeta potosino, arrojaría caras de extrañeza, o si acaso a Francisco González Bocanegra, autor del Himno Nacional Mexicano. Cientos de personas pasan diariamente por la calle que conecta la Plaza del Carmen con la Plaza de Armas y pocos se fijan en la casa donde aún se conservan su cocina, su alcoba o su máscara mortuoria.
Su nombre da el propio a esa calle (maltrecha por cierto, por obra y gracia de la sempiterna remodelación del centro histórico) que surge de la carretera, pasa por la ex estación del ferrocarril y va a dar a la Plaza de Armas, con un puente fácilmente inundable; da título a un colegio privado y a un monumento en la salida hacia Guadalajara, donde apenas es visible por quienes pasan hacia las Lomas o los alumnos que transitan hacia la Zona Universitaria.
Hacia allá fui, deseoso de tomarle fotos. Lo vi de lejos: mira hacia el camino a la Ciudad de México (a donde quería escapar, “aunque la hemos amado de lejos”), con la diestra en el pecho, bajo la solapa, y con una hoja doblada en la siniestra. Es difícil acceder al monumento, pues a toda hora pasan alrededor los carros a toda velocidad. Irónico que el cantor de los bosques, el pintor poético que se retiraba al campo para escuchar aves, ríos, suspiros y canciones, acabara enclaustrado en uno de los más representativos espacios del caos citadino. Entre algunas flores y una fuente, el monumento de cantera hoy está también opacado por el asta de una bandera monumental, que pocas veces ondea y muchas se ha desgarrado, no sólo en sentido figurado.
La visión de lo que quiso ser un homenaje fotográfico se transformó en tristeza, al acercarme. Las letras ¿de bronce? han sido arrancadas y hoy sólo queda Manuel, el primer nombre. Simplemente Manuel.
Dirán algunos que qué importa un monumento, pero las trazas de lo urbano (edificios, calles, señalización, monumentos) dan cuenta del reconocimiento, o no, a un pasado común, o si no que lo diga el Benemérito de las Américas, olvidado en un distribuidor vial donde nadie tiene tiempo de verlo.
Faltan dos palabras. Nombre y apellido, necesarios en una época en que los políticos insertan los propios en todo lo que huela a votos. Manuel trató de hacer algo con palabras, sacar la música de lugares que muchos conocemos. Dio con la pincelada justa, con los colores vibrantes. Si no por él, por la poesía, por la lectura, por cierta cultura, pues eso es lo que significa un monumento a un escritor.
Quizá hoy ya no hay rima que valga, ni métrica en las composiciones que apuestan más a la explosión visceral, al pastelazo. No hay poesía en el discurso público. Pareciera que sólo recordamos el meme del día, la lady o el lord de moda. La historia es un pretexto en el calendario, la efeméride a compartir en las redes sociales. Como Manuel y su poesía, todo parece olvidársenos, y la desmemoria suele ser útil sobre todo a quienes saben que la poesía es un arma cargada de futuro.
Y allá en tus verdes bosques, madre mía,
bajo tu cielo azul, madre adorada,
podré morir al golpe de un peñasco
descuajado de la áspera montaña;
o derrumbarme desde la alta cima
donde crecen los pinos y las águilas
viendo de frente al sol labran el nido
y el corvo pico entre las grietas clavan,
hasta el fondo terrible del barranco
donde me arrastren con furor las aguas.
Quiero morir alllá: que me triture
el cráneo un golpe de tus fuertes ramas
que, por el ronco viento retorcidas,
formen, al distenderse, ruda maza;
o bien, quiero sentir sobre mi pecho
de tus fieras los dientes y las garras,
madre naturaleza de los campos,
de cielo azul y espléndidas montañas.
“¡Mal hayan el recuerdo y el olvido!”, escribió Manuel.
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