miércoles, abril 08, 2015

De la singularidad de vivir - Ignacio Castro Rey

«Las “humanidades” han de aprender a ser agresivas, mucho más duras que las ciencias. Tienen una relación con la noche que a la ciencia le asusta y, para salir de esa reserva india a la que se las condena, deben aprender a infiltrarse en el cuerpo social diurno, a dejar ahí sus cargas de profundidad. Si se refugian en la Universidad, aceptan su papel subsidiario.

»La Universidad, que es manifiestamente mejorable (aquí y en todas partes), es de todas formas una maldición si uno cree en ella. Es aconsejable reservar las creencias para otras cosas. Con todo, uno puede especializarse (técnica, profesionalmente) y negarse a una especialización integral, digamos, anímica. Es imprescindible resistir a este nuevo tipo de clonación integral que se nos promete, aquello que el bueno de Ortega llamaba la “barbarie del especialismo”. Es necesario mantenerse sin especializar frente a la vida y la muerte, frente a lo que de común, de único e intransferible tiene cada existencia. De otro modo nos convertimos en monstruos, para los otros y para nosotros mismos. Alguien especializado integralmente, ¿con qué órgano va a amar, cómo va a odiar? ¿Cómo va a tener amigos y enemigos, en qué va a creer y por qué va a luchar hasta el fin de sus fuerzas? Sin todo esto, que no se puede especializar, aunque la información nos diga otra cosa, no es concebible la humanidad, sea cual sea el “nivel de vida”.

»Asistimos a una inflación de la palabra “calidad” porque vivimos inmersos en el modelo global (un poco infantil, pero consolador) del tamaño, de la cantidad y lo numérico. Es así que nuestra cultura, ahogada por el puritanismo de la escala, enloquece con el mito de la cualidad real. En la vida cotidiana ha de ser cercada, acosada, maltratada. A cambio, el mercado juega con su ilusión privada, con su simulacro de elite. Lo grave es que éste es el destino de la misma vida humana, considerada en conjunto. Hablamos de “calidad de vida”, pero en el fondo todos sabemos que se trata de una vida sometida a la cantidad (dinero, bienes, consumo, longevidad), una cultura esclava de lo numérico.

»En este punto la hipocresía social ha dejado en pañales a las formas teatrales de antaño. Se nos llena la boca con la palabra “igualdad”, pero todos sabemos que ni siquiera una vida humana es igual a sí misma. El día que yo sea igual a yo (digamos, que mi existencia sea igual a mi identidad), se acabó, soy un zombi, estoy muerto. Como no confiamos en la singularidad de vivir, en la potencia de sus sombras, la igualación aritmética es la única manera que tenemos de soportar al otro. Pero entonces, reducido a un esquema general, ya no queda tal otro, ni siquiera en el interior de nosotros mismos. La soledad de un individuo que flota en el limbo de lo igual es el destino de una cultura, la nuestra, que ya no puede aceptar la diferencia real. Una prueba externa de ello es la ferocidad con que nos lanzamos sobre cualquier otro (sea persona o nación) que queda sin cobertura, al descubierto, en una singularidad sin canon y sin armas de ningún tipo para defenderse.

»Es posible que el problema no esté tanto en la “formación”, que siempre es un valor relativo y discutible, como en el coraje y la honestidad personales para afirmar y sostener algo distinto, que no necesite mendigar un lugar reconocible de antemano. Cualquiera puede ser crítico o artista, creo. La única condición es haber pasado una temporada en el infierno y haber vuelto de ahí con una forma, un poco perturbadora. Los seres humanos que persisten en nuestra memoria (sean van Gogh, Ribera, Chéjov, Rilke o Cage) han sido cualquiera, hombres “del subsuelo” según decía Deleuze, antes y después de ser alguien reconocido. Para ello es condición necesaria, aunque tal vez no suficiente, haber aguantado la tempestad abstracta del afuera, un tipo de mal que no es imputable a ningún verdugo conocido. Creo que el dilema es sencillo, como todo lo que importa. Para sobrevivir a una vida amenazada mortalmente por dentro, una mujer o un hombre han tenido que volver a nosotros con una obra que les rebasa absolutamente. Una obra que ha salido de sus manos, para la cual sólo han sido médiums. La crítica sólo puede estar a la altura de esa irrupción, que tiene algo de inhumano, volviendo a reproducir con palabras esa singularidad sin equivalencia. Parece que me estoy poniendo muy metafísico, pero intento hablar del colmo del delirio que llamamos sentido común.

»Estamos ante uno de los peores peligros. Un tipo de poder que se presenta como “fan de ti”, que quiere que disfrutes, que seas feliz y hagas tu vida. Si antes el modelo era el rompeolas autoritario, patriarcal y tosco (que enseguida levantaba resistencias) ahora el orden social es sonriente, materno y participativo. Como un poder uterino, un líquido amniótico que sólo quiere protegerte. ¿A qué precio? Con una sola condición: que aceptes que eres una víctima, débil y en perpetua crisis. De ninguna manera se va a tolerar que alguien sea verdaderamente libre, independiente de la hipocondría general. De ahí nuestro delirio con la “soledad”. De ahí también que Virilio insistiese en que nuestro modelo humano, en el fondo, implica parecerse lo más posible a un “inválido equipado”. Y aquí un simpático militar recordaría: ¡Y ustedes no han visto nada todavía!»

1 comentario:

  1. ME GUSTÓ MUCHO, mas su exquisitez en el lenguaje, aprendi, deja y lo releo 3 veces mas, yea-!!

    ResponderBorrar