Seguíanla algunos rapaces, semivestidos con lienzos igualmente detonantes.
Se acercaban, y él, de improviso, se sintió aterrado por una sospecha. Cuando el abigarrado grupo se aproximó más, aquel ingeniero pudo reconocer a la vieja patriota a quien obsequiara el pabellón. Con el rostro caliente, se levantó de la banca.
—¡Oye vieja!… —y se le atragantó un calificativo soez.
La mujer, a pesar de tal actitud de enojo, se aproximó al miliciano con su andar menudito, mientras los chiquitines, allá, muy juntos, se apegaban a la pared.
—¡Óyeme! ¿Qué hiciste con la bandera?
—Pos calzones, jefecito. Pronto venirán los fríos.
Estupefacto, el coronel iba a injuriarla, pero reflexionó: después de todo, para un “encuerado” analfabeto, una bandera es simplemente manta, muy envidiable para confeccionar siquiera taparrabos.
—Vete, vieja. Tienes razón: van a llegar los fríos.
Ella se le fue retirando con extrañeza. Quizás lo creería borracho.
Mudo de estupefacción, él no podía dejar de contemplada, con aquella flamante blusa verde, relumbrosa, y unas enaguas de raso agresivamente coloradas. La vio reunirse con sus hijillos, ataviados con iguales colorines. Uno de ellos llevaba un calzón blanco. Y el coronel tuvo un nuevo impulso de estallar, al ver cómo le había quedado el águila estampada en el trasero, con la serpiente tijereteada entre las piernas.
Con gesto alterado, el jefe se alejó hacia el cuartel, para buscar a su asistente. Y le ordenó alcanzar al grupo, quitar los calzones al chico, y dar a la mujer unas monedas con que comprar otros pedazos de manta.
Y a grandes zancadas, con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, aquel ingeniero, con la cabeza baja, se alejó pensando:
—Primero, calzones; después banderas.
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