miércoles, diciembre 22, 2010

"El valle de Tangamanga", cuento de Jesús C. Pérez

Don Fernando Sánchez y Gómez, sabio arqueólogo y eminente antropólogo, miembro de la Sociedad de Arqueología e Historia, de la de Geografía y Estadística y otras muchas del país y extranjeras, dedicó los mejores años de su vida al estudio y exploración del valle de Tangamanga, conocido por otros historiadores como valle de San Luis, en donde encontró pruebas evidentes de que existió allí una civilización muy avanzada en los órdenes material, moral e intelectual.

Siete lustros antes que Sánchez y Gómez, el eminente profesor John Smith, catedrático del Science Institute de Filadelfia, sentó la tesis que las arduas investigaciones de nuestro ilustre sabio han venido a corroborar en forma concluyente, y aunque es probable que el estudio que nos ocupa pase inadvertido para el vulgo, y la envidia, que hoy por hoy priva en los centros científicos, trate de opacar la gloria de Sánchez y Gómez, las pruebas que este exhibe son de tal manera evidentes que sólo la apatía de este siglo de oscurantismo y el charlatanismo de los sabios hechos a base del favor oficial serían capaces de negar la exactitud de sus conclusiones.

Nuestra atrasadísima geografía, de texto en las escuelas elementales, y aun en los institutos de enseñanza superior, concreta el estudio de ese valle a unos cuantos renglones, describiéndolo como “una zona desértica que se encuentra comprendida entre los tantos más cuantos grados de latitud norte y sur, oriente y poniente, de conformación volcánica e inadaptable para la vida humana”. Es decir, se limita a su localización y se deja ver que a los autores del texto sólo les preocuparon las posibilidades de su explotación material, sin importarles las altas e interesante investigaciones emprendidas principalmente por Smith y Sánchez y Gómez, quienes no tuvieron otro interés que el de descorrer el velo de misterio que envuelve a este girón de nuestra patria. La historia no está menos atrasada a ese respecto y apenas si algunos cronistas nos relatan, en forma de leyenda, la existencia en ese valle de seres humanos, tal como ha sido transmitida de generación a generación, pero sin pruebas científicas.

Los estudios de Sánchez y Gómez han venido hacer luz en el misterio, revelando como una verdad histórica los relatos de la conseja popular, y aun cuando nuestro sabio no se atreve a señalar la época del florecimiento de esa civilización, se cree que ya existía cuando se produjo aquella espantosa matanza que a consecuencia de una falsa lucha de clases asoló al continente, y que coincidió con la erupción del cerro de San Miguelito, que fue la que ocasionó la extinción total de la vida en el valle, aunque hay quien afirma, con algún fundamento, que es anterior todavía a las civilizaciones maya y tolteca, cuyos monumentos se han conservado a pesar de la acción devastadora del tiempo y de la barbarie de los hombres.

Sánchez y Gómez tiene, sin embargo, un defecto visible: la pasión sectaria lo sigue en su interesante estudio, lo que le resta seriedad científica. Místico por temperamento y por convicción, niega que la capa de lodo que ubre todo el valle, haya brotado de ninguna erupción volcánica y afirma con terquedad de sabio que “es el lodo que los tangamanguenses llevaban en sus conciencias”.

—Las grandes civilizaciones —dice el ilustre maestro— arrastran a los hombres a la más espantosa miseria moral, y los tangamanguenses no fueron una excepción a esta regla.

Al margen de sus opiniones dogmáticas, su estudio no puede ser más interesante y confesamos con franqueza que sólo un místico como él pudo tener la paciencia de pasar años enteros aprendiendo la lengua de los nativos limítrofes del valle, recogiendo testimonios, formando mapas, escarbando la hedionda superficie y, al descubrir las ruinas, lograr hacer legibles los documentos.

El vulgo, como ya dijimos, no comprenderá jamás, ni menos apreciará, la paciente labor del maestro. A raíz de la importancia de sus descubrimientos, y mientras se afanaba por reconstruir con procedimientos especiales valiosísimos documentos de la extinta civilización, nosotros entrevistamos al más eficaz de sus colaboradores, Pedro Cruz, mestizo fornido, de ojos vivarachos, que pesar de compartir la gloria de Sánchez y Gómez se expresó en estos términos:

—Para encontrar las chácharas que le han dado tanta fama al maestro hemos hecho durante diez años alrededor de cuatrocientos agujeros, más o menos profundos. No me quejo, pues durante todo este tiempo he tenido pan para mi familia, pero no me explico su afán de andar buscando lo que no ha perdido.

Entre las “chácharas” a que se refirió Cruz, Sánchez y Gómez logró reproducir un mapa de lo que entonces debió ser América, donde está señalada la gran falla que divide al sur del norte del continente, lo que indica el grado de adelanto de la ciencia tangamanguense.

Sin embargo, y atenidos siempre a los documento descubiertos, el arte literario tuvo predominio especial en esa remota civilización. Interesantes manuscritos, de letra atravesada e inverosímil, nos revelan historias extrañas, asombrosos descubrimientos, personajes exóticos y aventuras extraordinarias. ¿Son cuentos? ¿Son novelas? ¿Son historias de la vida real? Nosotros tenemos razones de peso para inclinarnos por esto último, porque entre dichos manuscritos se encuentra la historia de los zapatos del autor y quien se ocupa de filosofar sobre ese tema tan senillo no creemos que tome la pluma para meterse con cosas imaginarias. Las prosas selectísimas descubiertas, llenas de bellas metáforas y filosofía profunda, los versos de corte extraño y cautivador, las narraciones eróticas y algunos cuentos bobalicones sí son, evidentemente, pura literatura. Además, claro nos lo dan a saber unas crónicas, que esos trabajos se presentaban en cenas literarias, y ya nos imaginamos los atracones de belleza que debieron darse los afortunados y extintos habitantes del valle de Tangamanga.

También descubrió el maestro unas figurillas de hueso verdaderamente extraordinarias, que algunos opinan que formaban parte en los ritos de aquellos seres, pero otros aseguran que no eran otra cosa que piezas de que se valían para juegos de entrenamiento, algo así como los maíces y frijoles que usamos ahora en nuestro moderno “coyote”.

Que los tangamanguenses fueron místicos y tuvieron un culto, claro nos lo revela la figura de una idolesa de rara perfección, a la que indudablemente se refieren en unos poemas interesantes y bellos dedicados a la diosa Maguila. También hay documento en que se habla de un tal dios Chílpocles, pero por otra parte se le designa como un gran filósofo de las antigüedades tangamanguenses. Tal vez ambas cosas sean ciertas y ocurrió allí lo que sucede en el mundo de nuestros días y se deificó a seres extraordinarios. Siguiendo este orden de ideas, el que esto escribe cree que Maguila pudo ser una mujer de belleza excepcional y un poco ligera de cascos, porque las oraciones y versos que se le dedican son eróticos en extremo. Sin embargo, la autorizada opinión de Sánchez y Gómez es en el sentido de que era una virgen, la misma que cantó Virgilio, la que anunciaron los profetas y por la que se descuernan en la actualidad los hombres de nuestros días.

Se presume que al dios o filósofo Chílpocles lo representaban los tangamanguenses con la horrenda figura de una cabeza de momia, precioso hallazgo del maestro, de inestimable valor.

Sobre sus descubrimientos nos ha hablado el sabio con la sencillez y modestia que lo caracterizan:

—Me apasioné por estos estudios —dijo— desde que leí la interesante obra de John Smith, Tangamanga´s Valley. Es a mi ilustre colega, y no a mí, a quien se debe el éxito de estos descubrimientos. Tras haber escarbado durante diez años, y cuando ya desconfiaba de la resistencia de mi cuerpo para continuar la empresa, mi colaborador Pedro Cruz me anunció que había encontrado una pared de cal y canto. Di gracias al Señor y ordené inmediatamente que se suspendieran los trabajos hasta estar personalmente en el lugar, y fue inmensa mi emoción al descubrir, envueltos en una gruesa capa de hojas de maíz y tabaco picado, lo objetos que hoy se exhiben a la pública administración y para gloria de Dios. Creo que debido a esas hojas, al tabaco y a un tufillo de alcohol que allí se respiraba fue posible que se preservaran esos objetos, estando, como estaban, a sesenta metros de profundidad.

Sánchez y Gómez ha logrado estos descubrimientos gracias a su paciencia y a su terquedad, y en las esferas oficiales, lejos de encontrar ayuda a tan meritoria tarea, se le ha estorbado en todo lo posible, lo que no obsta para que algunos vivos de la administración traten de declarar ahora joyas nacionales a los objetos descubiertos, para pasearse por el extranjero con el pretexto de exhibirlos o venderlos a los gringos, que se desviven por las cosas antiguas. Estos señores pretenden hacer creer que el interés del gobierno por la investigación científica hizo posible el éxito del maestro. Con todo, a las constantes demandas de Sánchez y Gómez, quien sólo pedía que lo dejaran en paz, únicamente se le contestaba con acuses de recibo y el estribillo oficial muy conocido de “ya reatiende su petición”.

También los enemigos de la ciencia han principiado a murmurar sobre la utilidad de estos descubrimientos, aunque presumimos que otro sería su criterio si ellos los hubieran descubierto. En un articulejo, que su autor no se atreve a firmar, encontramos lo que sigue:

“De los documentos desenterrados por Sánchez y Gómez, y aun admitiendo, sin conceder, que sean auténticos, nada ganarán los hombres y sí vendrán a aumentar la confusión que ya existe en la historia del continente. Los hay que hablan de un presidente que hizo bienes infinitos a la nación, por lo que se presumiría que aquello era una especie de jauja, y por otra parte hay quejas y más quejas en contra de atropellos sin nombre a las garantías individuales, de las que felizmente gozamos en la actualidad con el gobierno de nuestro gran jefe máximo, Agustín Díaz. De aceptar lo primero es necesario rechazar lo segundo”.

Como se ve, el pensamiento de este hombre apasionado coincide con el del ignorante Cruz, pero el articulista tiene al menos la virtud de decir con pocas palabras una necedad mayúscula, ya que sólo a un criterio unilateral como el suyo se le puede ocurrir rechazar una cosa para aceptar otra. Nosotros aceptamos ambas; creemos que en aquel tiempo, como ahora, una ley biológica empujaba a los hombres unos contra otros; los más vivos se ponían a favor del que manda para obtener una parte del presupuesto, y los demás trataban de arrancarles el poder para acomodarse ellos. Con todo, se ve que había espíritus elevados que, a pesar de la furia exterior, creaban amables rincones donde el arte florecía con magnificencia y derramaba su luz para beneficio de los elegidos de todos los tiempos.

Y ahora que nos encontramos al borde de una espantosa catástrofe, ahora que la humanidad de nuestros días prepara con cuidado salvaje una repetición dolorosa de su historia, los que a pesar de nuestra miopía vemos más allá de nuestras narices, debemos aprovechar la lección tangamanguense. El descubrimiento de Sánchez y Gómez confirma la creencia universal de que la maldad es eterna. “El demonio lo llevamos dentro y para redimir a los hombres es necesario redimirnos a nosotros mismos”. Nosotros invitamos a los intelectuales de hoy a que sigamos el ejemplo de los intelectuales de ayer. Encerrados en el último rinconcito de esta tierra inhóspita y miserable, daremos culto a Maguila, la diosa de la alegría y el amor, y al inmenso Chílpocles, que representa el pensamiento y la sabiduría. En una buhardilla humilde evocaremos el espíritu glorioso de los sabios y artistas de Tangamanga; cuidaremos de guardar entre hojas, tabaco y alcohol nuestras pobres producciones, y quién sabe si al transcurso de los siglos los Smith y Sánchez y Gómez del futuro encuentren entre sus ruinas un rico legado de pensamiento y arte, única cosa que sobrevive del costal de miserias que cargamos trabajosamente. Esto bastará para justificar nuestro paso por el mundo y dirán los de mañana lo que hoy decimos de los de ayer:

“En el mundo salvaje de aquellos tiempos había, sin embargo, seres superiores que se ocupabn del arte, del amor y la contemplación”.

2 comentarios:

  1. Qué interesante historia, ojalá venga en el tema de Lit. Regional.
    Hasta el final vi el principio, el título y dice "cuento de Jesús C. Pérez? ¿Es un cuento?
    ¡Felices fiestas profe!

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  2. La definición de género literario, sobre todo la del cuento, varía según la época. Peritos era cuentista, pero si este texto es cuento no me encantará discutirlo.
    Abrazos! Lo mejor, Blanca Luz!

    A

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