(tomado de la novela
Las almas muertas, de Nicolás Vasilievich Gogol)
Era más callado que parlanchín y tenía incluso un noble afán de instruirse, es decir, por leer libros; su contenido no le importaba: le era completamente indiferente que fueran las andanzas de un héroe enamorado, sencillamente un diccionario o un misal. Todo lo leía con la misma atención; si le hubieran dado un tratado de Química tampoco se hubiera rehusado a aceptarlo. No es que le gustase lo que leía, sino la lectura en sí, o, mejor dicho, el proceso de la lectura, ver que de las letras siempre salía alguna palabra que, a veces, sólo el diablo conocería su significado.
Esta lectura solía hacerla en posición horizontal, sobre el camastro y el colchón, que se había vuelto por ese motivo aplastado como una torta y delgado como una hoja. Además de la pasión por la lectura, tenía otras dos propiedades, que constituían sus otros dos rasgos característicos: dormía vestido tal como estaba, con la misma levita, y siempre exhalaba un olor que le era propio y que había penetrado tanto en sus ropas y en sus objetos personales que le bastaba instalar su cama en cualquier parte, aunque fuese en un cuarto deshabitado hasta entonces, y llevar allí su abrigo y equipaje, para que pareciera que aquello hacía ya diez años que estaba habitado.
Entiendo a este personaje, hubo una época en la que, al no poder adquirir libros, me lo leía todo. Me daba igual que fuese el periódico de hacía un mes como el libro de oraciones que llevaba mi madre en su comunión. Sólo quería leer, sentía que con cada palabra crecía.
ResponderBorrarUn abrazo.