(cuento de Alexandro Roque que obtuvo mención honorífica y fue publicado en la antología del Concurso Nacional de Cuento Otto Raúl González, organizado por ISSSTE Cultura en 1994)
Ya traía la idea bien clavada en la cabeza, pero nunca había podido llevarla a la práctica por falta de fe, de esa fe de verdad. Ella siempre ha sido amante de las fantasías y de las cosas simples de la vida; por eso, qué mejor que regalarle un pequeño unicornio ahora que cumple años.
En este pueblito, tan alejado de todo y tan cercano a ninguna parte, ya son muy escasos los unicornios, y más ahora que el sol no alumbra, sino que parece una pelotita naranja allá a lo lejos. Los únicos unicornios que no han emigrado son los más viejos y los que están enfermos, pero la verdad sea dicha, no son dignos de María, que ya cumple sus quince años y pues ya está en edad de merecer. Es bonita la condenada, a pesar del carácter tan amuinado que tiene.
Entre las veredas y al lado de los cinco ríos color café que circundan al pueblo, se ven pastando esos animales tan bonitos, con su cuello erguido, su cola frondosa y ese cuerno en la frente tan brillante que deslumbra a todos los paseantes que lo contemplan, aunque no haya resolana intensa. A pesar de que ahorita no se encuentran los más bellos, no se puede evitar un hondo respiro al ver su silueta recortada en la luz del atardecer.
A María también le gustan los gatos, y aunque debería ser más fácil conseguir esos animales, la verdad es que a todos los mininos de aquí de Santa Angélica están bien muertos, debido a la hambruna del año pasado, que de veras estuvo como nadie la esperaba: quedamos asqueados de tanto comer gatos. Palabra que sí.
En este pequeño pueblo plagado de plantíos de melón, mangos y marihuana suceden muchas cosas: baños en el río que terminan en cachetada o en casorio, asegún; charcos grandes como lagos que sirven a los niños como ocasionales baños, a falta del agua entubada que nos viene prometiendo hace tres años el gobernador ( que por cierto, ya se me olvidó hasta cómo se llama); niñas de menos de quince años que salen del cine con un pequeño cheque, a cobrar en nueve meses; cervezas y más cervezas los fines de semana, narcotraficantes muertos a balazos todos los días y a todas horas, y también cada vez notamos que llegan menos unicornios.
Las primaveras se van quedando solitas.
Desde mi pequeña tienda de artesanías he visto cómo la vida pasa, llevándose amigos y parientes que siempre van a parar a la plancha del hospital donde trabaja mi tío trabaja de conserje. El tiempo se ha llevado también a los que hacían el tiempo más llevadero: los unicornios.
Mi abuelo me ha contado que antes llegaban en grandes cantidades, apoderándose del pastizal que circunda a Santa angélica, jugueteando gran parte del día con los niños del poblado que entonces sólo tenía quinientos habitantes; claro que sin contar los cerdos y gallinas que cada familia guardaba para las comilonas de después de la misa.
Yo ya no alcancé a verlo, pero me parece estar ahí a veces, aunque también a veces me pregunto si no era efecto del jumadero de los campos verdes.
Como si fuera de algún club de protección a los animales, el padre Jorge nos recuerda todos los domingos, agitando con fuerza las pocas canas que le quedan, que no debemos capturar a los unicornios, quesque porque son criaturas del Señor, aunque eso lo sepamos nomás de contemplarlos. El padrecito ha de creer (eso creía yo, al menos hasta ayer), que sólo se puede ver de lejecitos la belleza de esos animales tan parecidos y a la vez tan diferentes a los caballos que utilizo para salir a dar la vuelta con María y platicarle mil cosa, aunque ni sean ciertas, tan ciertas como su mirada.
Ayer, nomás por perder el tiempo, me decidí a irme a pasear en caballo por la gran huerta del padre Jorge, mientras él estaba en la capillita predicando contra la captura de unicornios con su voz aguardentosa. La mañana se mantuvo fría y con el feroz vientecillo que cala a través de las camisas a cuadros que todos acostumbramos usar los sábados de juerga y holganza.
Cuando di la vuelta a la vieja pileta de cantera que el padre utiliza los domingos en el catecismo para los chamacos, un resplandor me impidió ver y así como por nomás, detuve mis pasos. Era un unicornio de unos seis meses, que se arrellanaba contra su cobertizo de paja, mirándome con miedo. Le ofrecí un montoncito de hierba y el miedo desapareció.
¡Y tanto que habla el padrecito de...! bueno, la verdad es que cualquiera pecaría con tal de tener a este pequeñuelo y pensar que es de uno, con esos ojos grandotes y expresivos, ese color en el pelaje que es más puro que la conciencia de cualquiera y sobre todo ese cuerno de gran transparencia y luminosidad. Ya no tenía ninguna duda, pésele a quien le pese y pase lo que pase.
A la noche fue todo uno.
Pero no les he contado bien cómo son las noches acá en Santa Angélica, ¿verdad? Pues son muy brillantes por muchas razones: tantito, nomás tantito, por las farolas que recién mandó poner nuestro querido presidente municipal, aunque nosotros las pagamos y bien pagadas solidariamente. Otro tantito por los unicornios que quedan, y que reflejan mucho la luna con sus cuernos, pero sobre todo hay noches claras por las millaradas de luciérnagas que iluminan las canciones de los sapos y las comidas de los malditos moscos, zancudos y uno que otro alacrán.
Aunque les diré, eso sí, que a mí lo que más me ilumina es María, que para acabarla se llama María de la Luz. El brillo de su sonrisa sólo es comparable al de un diamante, que por cierto nunca he visto uno, pero dicen que aluzan igualito al cuerno del animal que tuve enfrente ayer.
Mientras el padre Jorge se echaba las nocturnas con doña Eduviges y doña Prudencia (“que murmuren”, dice el bendito sacerdote, “al fin que cometen pecados que luego yo tengo que perdonar”) yo caminé hacia la huerta, me dirigí a la vieja pileta y ya estuvo.
María de la Luz ya tiene su unicornio. Hoy ya lo llevó a pasear como piensa hacerlo todos los días. Le dio de comer en la mano hojitas de naranjo y pedacitos de fruta, con esa ternura que se divisa mejor en su cara morena ahora que anda pelona, porque se cortó la trenza quesque para dejarla en la tumba de su mamá, que yo recuerdo como la señora más imponente de todo Santa Angélica y las minas abandonadas que le dan vuelta.
Y se miran estos dos seres y no sé qué me da, como que el cielo se va a fundir de tanta felicidad.
No, no me siento culpable de haberme llevado este bonito caballo con cuerno. Total: el padrecito no podrá acusarme de nada, porque quedaría rete mal ante sus feligreses y ya no serían murmuraciones, serían verdades. Además, María está re contenta, y dicen por ahí que “ladrón que roba ladrón tiene cien años de perdón”.
Hoy en la mañana fui a misa, así como que no quiere la cosa, y en su sermón, largo como pocos, el padre Jorge no mencionó a los unicornios. Tan sólo habló de la pena eterna que aguarda a todos aquellos que desean las propiedades de su prójimo, a los que roban y a los que lucran a costillas del más próximo.
Dijo que deberían arrepentirse y devolver todo lo robado y lo deseado. No creo en el infierno después de ver tanta promesa que hace el presidente municipal, ni puedo devolver lo robado porque con eso tengo lo que más he deseado, a mi María, mi María de la Luz.
Las palabras del padrecito, por más que quiera, no me causan la más mínima cosquilla.
De todos modos, me sigo llamando José Guadalupe.
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