No, nada me digas, no quiero saber nada que no sea que me amas, y como ya sé bien que no me amas, nada, nada me digas. Déjame ver tus ojos, acariciar tu pelo así nada más sea con la pura mirada, déjame recordar, abrir mi respirar a lo que ya no está, a los nardos, a las rosas, a la luz. Déjame maltratarme con la luz.
Déjame maltratarme con la luz de tus ojos. no me des tus cenizas, no me digas qué tal, cómo has estado, supe que. Regrésame el silencio que nos supimos dar. La claridad del aire antes de ser azul, el murmullo del agua repentina que nos dejaba solos en el auto en medio de las horas, cualesquiera horas.
(...)
Tristemente te veo dejar por todas partes recados de que el amor entre tú y yo es asunto de ayer, de antier, de nunca, y alegremente entiendo que no hay necesidad de esos recados, que sí hay necesidad, la de estar cerca de lo mismo que —ah como— despides y despides. Es como despedirte, lo sabes, de tus venas, tus huesos, tus labios, tu cintura.
Nada me digas ya. Estás hermosa, siempre. Un poco de paciencia me dirá de tu nombre, de tu nombre completo, lo que vino a nombrar.
(tomado de Antes del habla, Ediciones El Aduanero, México, 1995)
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