Además de ser fuente de placer, la ficción permite al lector simular y aprender de la experiencia ficticia. Según Keith Oatley, profesor de Psicología de la Universidad de Toronto, y especialista en la psicología de la ficción, uno de los usos de la simulación es que, para adiestrarse en cómo pilotar un avión, resulta útil pasar un tiempo en un simulador de vuelo. No obstante, la práctica en un avión real es esencial, la mayor parte del tiempo en el aire no ocurre gran cosa. Desde el entorno seguro de un simulador, es posible enfrentar una amplia gama de experiencias y ensayar cómo responder ante situaciones críticas -y las habilidades aprendidas se transfieren al pilotar un avión-. De la misma manera, al involucrarnos en las simulaciones de la ficción, lo aprendido se transfiere a nuestras interacciones cotidianas.
Su investigación confirma lo dicho por Stevenson: al compartir indirectamente las sutilezas y tribulaciones de la historia, y al hacer inferencias sobre el desarrollo de la trama, el lector expande su empatía. Es decir, alineamos nuestras emociones y pensamientos con los de los personajes. Con imágenes de FMRI (siglas en inglés de resonancia magnética funcional) se ha comprobado que cuando uno lee frases que describen una acción, como, “subiendo las escaleras”, la lectura conduce a la simulación del contenido motor y emocional en el cerebro, y se acompaña de cambios en las regiones cerebrales que provocan la acción, como si el lector estuviese efectuándola.
Nuestro inconsciente es un lector infatigable que continuamente está aprendiendo -quien lee, interpreta desde su inconsciente-. Lo que está en juego es que, a lo escrito, le damos otra lectura diferente de la que la obra originalmente significaba. Entendida así, es una forma de interpretar -es una lectura de las diferencias que habitan el lenguaje-. En su ensayo Los romances familiares, Freud especula que cada uno es a la vez autor y héroe de una “novela familiar”, de la que se podría decir que somos el único lector. Esta obra privada, en la que nos contamos historias que derivan de fantasías inconscientes, constituye una condición necesaria para la vida en sociedad.
¿Cómo debería leerse un libro? ¿Cuál es la forma correcta de hacerlo? Son tantos y tan variados. “Para leer bien un libro, hay que leerlo como si uno lo estuviera escribiendo. Empieza por no sentarte en el estrado con los jueces, permanece de pie en el banquillo, con el acusado. Sé su compañero de trabajo, conviértete en su cómplice”, recomienda Virginia Woolf en una conferencia impartida en 1926 ante las alumnas de un colegio en Kent. “Uno puede pensar lo que quiera acerca de la lectura, pero nadie va a imponer leyes al respecto. Aquí, en esta habitación, entre libros, más que en ningún otro sitio, respiramos un aire de libertad. Aquí, simples y doctos, el hombre y la mujer son iguales. Porque, no obstante, la lectura parece cosa simple -una mera cuestión de conocer el alfabeto-, de hecho, es tan compleja, que es dudoso que alguien sepa lo que realmente es”.
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Tomado de La Tribuna.
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