jueves, abril 23, 2020

De cómo un día nací leyendo y mis padres me creyeron comunista - J. Antonio Reyes-Agüero


En casa de mis padres no se leía ni la Biblia. La biblioteca eran dos desvencijados tomos del diccionario Larousse, el Libro semanal y el número correspondiente de Lágrimas risas y amor (cada número lo leía unas tres veces). Luego mi madre me compró algunos libros para adolescentes, recuerdo que uno se llamaba La calle de la pequeña brisa, que leí unas diez veces. La buena suerte fue la señora Delfina, la mamá de uno de mis amigos del barrio, que era lectora y tenía una buena biblioteca, armada a golpes de catálogo de una compañía de libros por correspondencia que se llamaba Círculo de lectores. El primer libro que me atreví a pedirle prestado fue Confieso que he vivido de Pablo Neruda, pues su título me llamó la atención. Sí, ya sé que ahora las feministas traen a Neruda por la calle de la amargura, y no sin razón, pero en ese entonces era el, me enteré después, recién laureado Premio Nobel de Literatura 1971. Total que leí los primeros renglones: “Bajo los volcanes, junto a los ventisqueros, entre los grandes lagos, el fragante, el silencioso, el enmarañado bosque chileno...” y levité, volé hacia el plenilunio austral de Chile y de la vida de Pablo Neruda. Me sorprendieron sus relatos, sus cuentos, sus conversaciones, sus oportunidades, sus agresiones. Lo ignoraba en ese momento pero Neruda me reveló El Mundo (así, con mayúsculas), descubrí que era una esfera, sin principio, pero también sin fin, que estamos aquí, que Indonesia, París, España y México están al alcance de la mano; que parte de la vida es enterarse de los demás, preocuparse por su bienestar, involucrarse en la política y tomar cualquier pretexto poético para describir por ejemplo “Residencia en la Tierra” o la posibilidad de hacer de la historia un poema épico como “Canto general”, claro y por supuesto, al fin adolecente, la posibilidad de “escribir los versos más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo: La noche esta estrellada, / y tiritan, azules, los astros, a lo lejos...” ¿Cómo? ¿Se puede escribir poesía sin rimas? ¿Sin métrica? ¿Sólo con ritmo nerudiano y una profunda y estudiada inspiración? Pues sí, se puede todo eso. Hubo un momento en que dudé que Pablo Neruda fuera un personaje de la vida real. Busqué su nombre en el segundo tomo del desvencijado Larousse y ahí estaba él, con fotografía al calce. Era real, pero era increíble esa forma de contar el mundo. Ese libro provocó mi segundo nacimiento, ese que es el más difícil, ese que cuando cierras el libro tienes la certeza de que nada volverá a ser como antes, que estás tocado con la bendición de la lectura, que irás por el mundo leyendo hasta los anuncios de los jabones, que no resistirás evitar entrar a una librería, disfrutar una biblioteca. Poco después, cuando ya tenía el hábito de la lectura (como agoté la biblioteca de la Sra. Delfina, ahora un profesor de la prepa me prestaba sus libros), mis padres, que fueron adultos durante la parte más dura de la guerra fría, se preocuparon por mi rara afición y la única explicación que se dieron para si fue “eso de leer es cosa de comunistas”.

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