Si un árbol es un milagro, no lo es menos un deseo, una palabra. ¿Por qué habríamos de otorgarle un puesto mayor al árbol? ¿Porque no está contaminado por el yo? ¿Porque es trasunto de lo desconocido? ¿Quién nos autorizó para establecer divisiones? ¿No es falta de humildad hacer afirmaciones sobre lo que es o no real?
[…] Pero también tengo otra deuda con la palabra. A ella le debo deleites de lector, que están entre los mejores conque me ha regalado la vida, y los más frecuentes, dado que soy más lector que escritor. […] Había que enderezar la balanza, buscar el punto intermedio, evitar el otro extremo, el de la deificación de la palabra. Este sigue siendo un peligro para quienes ponen en ella su vida.
Al escribir estas páginas he preferido, en parte, dejar hablar algunos lectores —pues expresan con gran intensidad una tribulación que no puede dejar de sentir ningún hombre para quien la cultura sea una realidad honda— y ser yo un puente entre ellos y el lector. (…) Al hilo de sus consideraciones expreso las mías. Así también, a más de poner juntas, en manos de lectores interesados, armas que suelen andar dispersas, me siento menos solo. […] La masificación ha instaurado el «reino de la cantidad». Aquí descreo de aquella ley que ve el ascenso cualitativo como producto del número. Tras cada problema actual está, incrementándolo, el crecimiento de la población, y en el campo de la cultura sus efectos han sido devastadores. La educación sobre todo, ha sufrido grandes estragos. Tiende a colectivizarse, a volverse mecánica, a transformarse en una actividad sin alma, a tal grado que me pregunto si deberíamos seguir usando la palabra educación para designar lo que se hace hoy en los institutos de enseñanza. ¿A qué se reducen sino a impartir, mal, conocimientos con miras a la sobrevivencia? En su libro Sobre el porvenir de nuestras escuelas ya Nietzsche establecía una diferencia entre «instituciones para la cultura e instituciones para las necesidades de la vida», la vida práctica, las cuales nada tienen en común, y aclara que todas las existentes para su época pertenecen al segundo tipo. Yo no me atrevo a imaginar lo que diría hoy Nietzsche. El discípulo de Burckhardt piensa en términos exigentísimos de cultura. Habla desde una cumbre cuya altura nos dice cuánto hemos descendido. El abismo que separa esta obra de la época en que vivimos es tal que hasta ingenuo nos parece su autor, y confieso que su opinión suscita en mí una dolorosa sonrisa.»
(completo en ProDaVinci)
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