jueves, agosto 27, 2015

De La muerte y la doncella - Ray Bradbury

—Nos enterrará a todos —decían en el pueblo alejado por donde pasaba el tren.

—Los enterraré a todos —decía la vieja Mam, sola y haciendo solitarios en la oscuridad con barajas en Braille.

Y así fue.

Pasaron los años sin que otro visitante, fuera muchacho, muchacha, vagabundo o buhonero, llamara a la puerta. Dos veces por año un dependiente de almacén del lejano mundo, un viejo de setenta años, llegaba con paquetes que quizá eran semillas para pájaros, que podrían haber sido bizcochos de leche, pero que venían sin duda dentro de brillantes cajas de acero, con leones amarillos y demonios rojos pintados en las brillantes envolturas, y que el hombre dejaba en la galería de entrada, sobre el agitado mar de leña. Los alimentos podían quedar allí una semana, cocinados por el sol, helados por la luna, durante un adecuado período de antisepsia. Y una mañana desaparecían.
La carrera de la vieja Mam era esperar. Lo hacía bien, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas y el vello de las orejas tembloroso, siempre escuchando, siempre lista.

De modo que no se sorprendió cuando el séptimo día de agosto de su nonagésimo primer año de vida, un joven de cara tostada por el sol cruzó el bosque y se detuvo delante de la casa.

Llevaba un traje como esa nieve que se desliza susurrando en lienzos blancos desde un tejado de invierno, para depositarse plegada sobre la tierra dormida. No tenía coche; había caminado un largo trecho, pero parecía fresco y limpio. No usaba bastón en que apoyarse ni sombrero para protegerse de los rayos aturdidores del sol. No transpiraba. Lo más importante es que sólo llevaba una cosa consigo: una botella de ocho onzas de un líquido verde brillante. Mirando hondamente en este color verde, sintió que estaba frente a la casa de la vieja Mam, y miró hacia arriba.

No tocó la puerta. Caminó lentamente alrededor de la casa y dejó que ella lo oyera andar en círculo.

(Completo, por acá, en Biblioteca Ignoria)

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