sábado, diciembre 26, 2009

"Greyhound", de Julio Rangel

Desde que se plantó en mitad de la cola, sin importarle que hubiera gente formada antes que él, Humberto supo que Ireneo es lo que se llama un bully, un buscapleitos que se planta donde quiere con una actitud de ¿qué, no les gustó?

Eran las cinco de la mañana y en la estación del Greyhound estaban solamente los pasajeros procedentes de Nueva York en tránsito a Chicago. Formados, esperaban ante la puerta número cinco, mientras en los monitores esparcidos en la estación CNN informaba que a la Primera Dama le habían detectado un cáncer vaginal. ¿O entendió mal? se preguntó Humberto aún adormecido. El volumen de los monitores era apenas un bisbiseo que ambientaba la terminal de Cleveland, con su brillo cromado bajo la luz fluorescente. La cafetería recién abierta hizo que algunos dejaran sus maletas en la fila para ir a comprar un brebaje insípido a guisa de café.

Cleveland, una ciudad como cualquier otra del medio oeste americano, pensó Humberto. Harto de la monótona planicie, prolongada durante horas y horas, punteada regularmente por moteles, billboards y logos de franquicias repetidos hasta la náusea, poco se impresionó con las imágenes de una Cleveland desierta, recién amanecida. Ireneo, en cambio, conoció mejor la ciudad. Hacía ya un mes lo habían enviado de una agencia de restaurantes chinos en Chicago a trabajar acá. La agencia era el centro de una comunidad de restauranteros asentada por la región que enviaba empleados a trabajar como cocineros, camareros o lavaplatos a donde los requirieran. Cuando le propusieron irse a Cleveland, Ireneo se encontraba harto de Chicago, harto del mismo grupo de amigos que se reunía en los bares de La Villita, todos inmigrantes como él, todos trabajadores temporales que lo mismo impermeabilizaban techos que pintaban casas.

Ireneo llegó a la estación un tanto exaltado. Horas atrás había peleado con el hijo del patrón. Muy presumido, me caía gordo, dijo Ireneo a un Humberto resignado a escucharlo. Ireneo se entendía bien con el patrón, un chino viejo de primera generación que apreciaba su capacidad para el trabajo duro en la cocina. El hijo, seguro heredero del restaurante, gustaba de dar órdenes a los mexicanos que se afanaban tras los peroles y se gritaban albures, y aún cuando el junior no entendía una palabra de español, percibía en los trabajadores un código privado, intuía una ironía en su servilismo y, sobre todo, detestaba la música machacona y bronca que escuchaban a todo volumen. Esa noche Ireneo no estaba de humor, y al cerrar el restaurante se hizo de palabras con el junior. En menos que lo cuento, un puñetazo en la cara cimbró el cuerpo del chino, que trastabilló con la nariz sangrante, apoyándose en una mesa mientras los otros empleados contenían a Ireneo, que resoplaba furioso. El junior midió su desventaja física y, sin decidirse a llamar a la policía como primero amenazó, le gritó que se largara, que no quería verlo otra vez allí. Un amigo del trabajo lo llevó a la terminal de autobuses, previa escala en un bar, y allí estaba ahora, tan despreocupado, diciendo que una novia lo esperaba en Chicago desde Noche Buena, pero que a él le daba la gana llegar para año nuevo y otras cosas ante un silencioso Humberto que contaba los minutos para que esa maldita cola avanzara.

Humberto tenía ante sí un largo viaje de costa a costa hasta Los Ángeles. Dada su condición de residente ilegal en el país, y como le habían contado terribles historias de deportación en los aeropuertos, no le quedó más remedio que emprender, con breves escalas, el viaje por la vía terrestre. En California lo esperaba el resto de su familia salvadoreña, su mamá y dos hermanas, dijo, permitiendo por primera vez un atisbo de su vida personal a su interlocutor. —N’ombre —interrumpió Ireneo cuando se enteró de la nacionalidad de su cautivo compañero de viaje– allá en El Salvador los maras están cabrones.

¿Cuántas veces, al decir que es salvadoreño, no había Humberto escuchado el consabido comentario sobre los mara salvatrucha? Ahora Ireneo estaba enfrascado en un largo relato de su amistad con un salvadoreño que vive en La Villita. El hermano de ese amigo está en El Salvador, es miembro del famoso grupo delictivo. Esos no se andan con mamadas, dijo Ireneo con admiración.

En esas estaban cuando la fila milagrosamente se movió. Delante de ellos, el padre de una numerosa familia mexicana entregaba diez boletos al oficial, que no pudo reprimir un comentario en voz baja lleno de sorna ante el chiquillerío con que cargaban en un viaje tan largo.

Humberto buscó la manera de deshacerse de Ireneo, pero éste se le pegó como un enviado del destino para compartir la vastedad del medio oeste, para devorar juntos, con la mirada neutra, las millas que faltaban para llegar a Chicago.



[Desde Chicago, el poeta y cronista potosino Julio Rangel nos envía la primera de sus (esperamos) muchas colaboraciones. Un abrazo, Julio, salud y buenas vibras.] 

6 comentarios:

  1. Buen ralato, que describe muy bien la realidad de los inmigrantes en E.E.U.U, o en cualquier otro lugar.¡Qué duro debe ser buscarse la vida en tierra extraña!
    Lo mejor para el año próximo.

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  2. Aquí estoy de nuevo. Verás, tengo una alerta en mi correo para que cada vez que salga una nueva entrada en la red de "La fiera literaria" sea avisada. El caso es que acabo de recibir una: "Alerta google, la fiera literaria", y resulta que al abrir el correo el enlace era de tu blog. He estado repasándolo y no encuento la conexión; ya me contarás.
    Saludos de nuevo.

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  3. Leía a yourcenar en la voz de adriano, o al revés, que "no es lo mismo pero es igual".
    Ya estaba el iulius ahí, pero no me había dado cuenta. Y saltaron a mi reojo desde la pantalla las cinco vocales en el orden justo de su nombre.
    "...mis primeras patrias fueron los libros..." reverberaba la margarita emperatriz.
    Entonces estoy allá, en este allá tan acá... toda tierra es extraña.
    Suena la luna llena como un gong.
    "El mundo era para él un solo bloque: una mano confirmaba los astros".
    Gracias y sí, todo sí, señor ronroque, otra vez.
    amolocana, a dos del diez, o a 02 del 01 del 2010. y siglo XXI, o 21. a las 21:10

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  4. ¿Cuándo se hará la segunda entrega del relato? La estoy esperando desde que leí el punto final de la primera, o mejir dicho desde que el punto final me frenó. Saludos

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  5. Julio ya quedó en que nos comprtirá otros textos desde Chicago, a donde emigró hace ya algunos años.

    Mercedes: a veces google hace combinaciones extrañas: tengo entre mis enlaces favoritos a la fiera literaria (hace falta algo así por acá para apagar algunos humos en la república mexicana de las letras) y a veces la búsqueda cruza los enlaces sin que tengan qué ver.

    Anita: un gusto que te aparezcas, que se te extraña por los potosís. A ver cuándo nos compartes algo de tu cosecha. Besos para tí y para Anaís.

    Julius: el público te reclama...

    Un abrazo.

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  6. Anónimo7:04 p.m.

    Un sí como un sol en un día nevado. Gracias, que es otra forma de decir sí. nos leemos pronto.
    j. r.

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