jueves, abril 17, 2008

tarde de lectura

"Todas las tardes de los sábados —como ésta— Juan Manuel caminaba con Jaime por los callejones y plazas de Guanajuato. "Paraiso cerrado para muchos": así sentía el joven Lorenzo su ciudad de Guanajuato, pequeño habitáculo del tamaño del hombre, ciudad a propósito para la conversación y el paseo lentos, mágica en sus laberintos de piedra y en sus cambiantes colores definidos por el paso del día y de la noche.

Tal era la academia del despertar inteligente de los dos amigos. Pues ¿cuál sino ésta es la primera y verdadera escuela del descubrimiento personal: los paseos largos y casi silenciosos con el amigo de la adolescencia, el primero que nos da trato de hombre, el primero que comparte con nosotros una lectura, una idea en germen, un nuevo proyecto de vida? Esto era lo que Juan Manuel y Jaime se daban, el uno al otro, en su semanal callejoneo.

Juan Manuel le había prestado a Jaime la novela de Stendhal el sábado pasado. Al muchacho rico le era más difícil comprar libros que al pobre, pues éste contaba con la mínima independencia de la cual aquél carecía en absoluto. Los Balcárcel, por lo demás, ejercían su estricta censura. Por esto, el joven debía meter de contrabando, sábado a sábado, el volumen que el amigo le prestaba. Era siempre un volumen anotado, subrayado, de la más pobre edición, pronto a desprenderse de sus protectoras camisas de cartulina.

—¿Lo has leído... mi libro? —preguntó Juan Manuel cuando Jaime salió a la plaza y le puso una mano sobre el hombro.

—Me lo confiscaron los tíos. Dicen que está prohibido.

Los dos tomaron el consabido camino del Callejón de los Cantaritos. Juan Manuel iba en silencio, con una expresión triste, pero Jaime —aunque sintió el impulso— no se atrevió a ofrecerle un nuevo ejemplar.

—Tus tíos, Ceballos... ¿comprenderán de una manera tan clara... lo que explica ese libro?

Llamarse por los apellidos era uno de los convenios tácitos de esta amistad juvenil. Los desplantes individuales —de pedantería, de reserva, de rebelión, de burla, de singularidad externa— que entre nosotros reciben el nombre genérico de la "edad de la punzada", no son sino maneras de afirmarse a los ojos de quienes no conceden personalidad al adolescente. Esta actitud, entre amigos, se traduce en un instintivo afán de respeto mutuo, que Jaime y Juan Manuel aplicaban, particularmente, de este modo. A Ceballos, al principio, se le hacía difícil darle la categoría correspondiente al compañero con el patronímico que no parecía tal. Sin embargo, Juan Manuel no decía "Lorenzo" como si se tratase de un nombre de santoral: quebraba la palabra en la segunda sílaba, la acentuaba, y después dejaba fluir la última como un suspiro.

"Lorenzo" Jaime aprendió a pronunciarla así, y el joven indígena se lo agradecía con un fugaz brillo de los ojos.

—¿Qué es lo que más te ha... impresionado... explícitamente?

—Sabes, Lorenzo... —Jaime dobló los brazos sobre el pecho y frunció el ceño. —Hay una parte donde dice que toda gran acci�n es extremista cuando un hombre grande la emprende y luego dice que sólo cuando se ha cumplido les parece grande a los mediocres.

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Carlos Fuentes, Las buenas conciencias.

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