(fragmento)
Da rienda a tu sed de tinta
Da rienda a tu sed de tinta
y dinos por qué,
cuando un difunto se sepulta
y la tierra es la matriz de la nada
—en los funerales de ese tiempo
que el individuo recorre hasta caer de bruces—
el cadáver no tiene nada en común
con la simiente que,
al germinar, se sube por sí misma
para ver el firmamento.
Estoy convencido,
oh mi musa de tinta,
de que debemos re-signarnos
a nuestra insoslayable finitud,
y a que las promesas
—que brotan en los púlpitos de la fantasíade una vida de ultratumba,
no son sino cuentos de hadas
que alimentan a un infantilismo
que se niega a desaparecer
con la terquedad a todo volumen,
y resguarda en nuestro ánimo
sus juguetes y temores.
Mas dime ¿hay alguna razón que nos aclare
por qué nuestro final tiene que ser,
si no siempre, sí con una frecuencia aterradora,
el momento en que las aves carroñeras
de la angustia y el dolor
se ensañan con nuestra carne mortecina
como bestias que se entregan
al supremo de los goces
de su festín de carroña?
Da rienda a tu sed de tinta
con la simiente que,
al germinar, se sube por sí misma
para ver el firmamento.
Estoy convencido,
oh mi musa de tinta,
de que debemos re-signarnos
a nuestra insoslayable finitud,
y a que las promesas
—que brotan en los púlpitos de la fantasíade una vida de ultratumba,
no son sino cuentos de hadas
que alimentan a un infantilismo
que se niega a desaparecer
con la terquedad a todo volumen,
y resguarda en nuestro ánimo
sus juguetes y temores.
Mas dime ¿hay alguna razón que nos aclare
por qué nuestro final tiene que ser,
si no siempre, sí con una frecuencia aterradora,
el momento en que las aves carroñeras
de la angustia y el dolor
se ensañan con nuestra carne mortecina
como bestias que se entregan
al supremo de los goces
de su festín de carroña?
Da rienda a tu sed de tinta
y aclárame
por qué la tierra,
que está quietecita,
sin ningún hormigueo en las entrañas
ni un solo grano de arena
conspirando
para fraguar el deslave sorpresivo,
de repente recibe una feroz sacudida
cuyo epicentro está en el infortunio,
o en la ausencia de Dios,
y se pone a temblar
como caos al que le sueltan las amarras
o pedazo de tierra a la deriva.
Dime la razón de que,
pese a que la cabeza pelirroja de un fósforo
es del tamaño de un milímetro recién nacido,
le es dable idear siniestros inolvidables
en manos de la locura:
incendiar un bosque,
carbonizar un santuario,
convertir a dos cuerpos que hacen el amor
en un poco de ceniza entremezclada,
llegar hasta al punto de volver el cuartel de bomberos
-si el agua, introvertida, sufre ataques de descuido-
en un camposanto donde sólo sobrevive
alguna manguera humeante.
Dime la razón, oh tinta,
de por qué la existencia, la de todos,
tiene las horas contadas
y un número de pasos
que, recorriendo la vereda de lo efímero,
calzan su talón de Aquiles.
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