«"Nunca para de pensar", me había dicho Herbaud. Esto no significaba que segregara sin cesar fórmulas y teorías: aborrecía la pedantería. Pero su espíritu estaba siempre alerta. Ignoraba el entorpecimiento, las somnolencias, las huidas, las treguas, las prudencias, el respeto. Se interesaba en todo y nunca aceptaba nada como resuelto. Frente a un objeto en vez de escamotearlo en provecho de un mito, de una palabra, de una impresión, de una idea preconcebida, lo miraba; no lo largaba antes de haber comprendido las causas y los efectos, sus múltiples sentidos. No se preguntaba lo que había que pensar, lo que hubiera sido picante o inteligente pensar; solamente lo que pensaba. Por eso decepcionaba a los estetas ávidos de una elegancia experimentada. Habiéndolo oído dos años antes dar una conferencia, Riesmann, que se deslumbraba con la logomaquia de Baruzi, me había dicho tristemente: "¡No tiene genio!" En el curso de una lección sobre "la calificación" su minuciosa buena fe había puesto aquel año nuestra paciencia a prueba: había terminado por forzar nuestro interés. Interesaba siempre a la gente que no rechazaba la novedad, pues sin buscar la originalidad no caía en ningún conformismo. Obstinada, ingenua, su atención se apoderaba de las cosas vivas en su profusión. ¡Qué estrecho era mi mundillo junto a ese universo multiplicado! Más tarde sólo algunos locos me inspiraron una humildad análoga, los que descubrían en un pétalo de rosa un laberinto de intrigas tenebrosas.
»Hablábamos de un montón de cosas, pero particularmente de un tema que me interesaba entre todos: yo misma. Cuando pretendían explicarme, las demás personas me anexaban a su mundo, me irritaban; Sartre, por el contrario, trataba de situarme en mi propio sistema, me comprendía a la luz de mis valores, de mis proyectos. Me escuchó sin entusiasmo cuando le conté mi historia con Jacques; para una mujer educada como yo lo había sido quizá fuese difícil evitar el casamiento: pero a él no le parecía una buena fórmula. En todo caso yo debía preservar lo que había en mí de más estimable: mi gusto por la libertad, mi amor por la vida, mi curiosidad, mi voluntad de escribir. No solamente me alentaba en esa empresa sino que me proponía ayudarme. Dos años mayor que yo –dos años que él había aprovechado–, habiendo encontrado más joven un camino mejor, sabía mucho más, sobre todo; pero la verdadera superioridad que se reconocía y que saltaba a la vista, era la pasión tranquila y apasionada que lo arrojaba hacia sus libros por escribir. Antaño yo despreciaba a los chicos que ponían menos fervor que yo en jugar al croquet o en estudiar: ahora encontraba a alguien ante cuyos ojos mis frenesís parecían tímidos. En efecto, si me comparaba a él ¡qué tibieza en mis fiebres! Yo me había creído excepcional porque no concebía vivir sin escribir: él sólo vivía para escribir.
»No pensaba por supuesto llevar una existencia de rata de biblioteca; aborrecía las rutinas y las jerarquías, las carreras, los hogares, los derechos y los deberes, todo lo serio de la vida. No se resignaba a la idea de tener un oficio, colegas, superiores, reglas que observar y que imponer; nunca sería un padre de familia ni siquiera un hombre casado. Con el romanticismo de la época y de sus veintitrés años soñaba con grandes viajes: en Constantinopla fraternizaría con los hombreadores de bolsas; se emborracharía en los bajos fondos con los tratantes de blancas; daría la vuelta al globo y ni los parias de las Indias ni los popes del monte Atlas, ni los pescadores de Terranova tendrían secretos para él. No echaría raíces en ninguna parte, no se estorbaría con ninguna posesión; no para conservarse vanamente disponible sino para testimoniar sobre todo. Todas sus experiencias debían aprovechar a su obra y apartaba categóricamente las que hubieran podido disminuirla. Sobre ese punto discutimos mucho. Yo admiraba en teoría, al menos, los grandes desórdenes, las vidas peligrosas, los hombres perdidos, los excesos de alcohol, de droga, de pasión. Sartre sostenía que, cuando uno tiene algo que decir, todo despilfarro es criminal. La obra de arte, la obra literaria era a sus ojos un fin absoluto; llevaba en sí su razón de ser, la de su creador y acaso, no lo decía pero yo sospechaba que lo creía firmemente, la del universo entero. Las discusiones metafísicas lo hacían encogerse de hombros. Se interesaba por las cuestiones políticas y sociales, sentía simpatía por la posición de Nizan; pero su asunto propio era escribir, el resto vendría después. Por otra parte era entonces mucho más anarquista que revolucionario; le parecía detestable la sociedad tal como era, pero no detestaba detestarla; lo que llamaba su "estética de oposición" se acomodaba muy bien con la existencia de imbéciles y de canallas, y hasta la exigía: si no hubiera habido nada que destruir, que combatir, la literatura no habría sido gran cosa.
»Con pocos matices de diferencia yo encontraba un gran parentesco entre su actitud y la mía. No había nada mundano en sus ambiciones. Reprobaba mi vocabulario espiritualista, pero él también buscaba una salvación en la literatura; los libros introducían en ese mundo deplorablemente contingente una necesidad que rebotaba sobre su autor; algunas cosas debían ser dichas por él y entonces estaría completamente justificado. Tenía bastante juventud para conmoverse sobre su destino cuando oía un aire de saxofón después de haber tomado tres martinis; pero si hubiera sido necesario habría aceptado conservar el anonimato: lo importante era el triunfo de sus ideas, no sus propios éxitos. Él no se decía nunca –como yo solía hacerlo– que era "alguien", que tenía "valor"; pero estimaba que verdades importantes –acaso hasta llegaba a pensar: La Verdad– se habían revelado a él y que su misión era imponerlas al mundo...»
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