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En la parte sur de la República Mexicana, y en las vertientes de la Sierra Madre, que van a perderse en las aguas del Pacífico, hay un pueblecito como son en lo general todos aquellos: casitas blancas cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se refugian de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que le prestan enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes platanares y gigantescos cedros. El agua en pequeños arroyuelos cruza retozando por todas las callejuelas, y ocultándose a veces entre macizos de flores y de verdura.
En ese pueblo había una escuela, y debe haberla todavía; pero entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy bien querido por todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires necesitan los maestros de escuela de los pueblos!
En esa escuela, siguiendo tradicionales costumbres y uso general en aquellos tiempos, el estudio para los muchachos era una especie de orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante monotonía, en coro se estudiaban y en coro se cantaban lo mismo las letras y las sílabas que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar.
Don Lucas soportaba con heroica resignación aquella ópera diaria, y había veces que los chicos, entusiasmados, gritaban a cual más y mejor; y era de ver entonces la estupidez amoldando las facciones de la simpática y honrada cara de don Lucas.
Daban las cinco de la tarde; los chicos salían escapados de la escuela, tirando pedradas, coleando perros y dando gritos y silbidos, pero ya fuera de las aguas jurisdiccionales de don Lucas, que los miraba alejarse, como diría un novelista, trémulo de satisfacción.
Entonces don Lucas se pertenecía a sí mismo; sacaba a la calle una gran butaca de mimbre; un criadito le traía una taza de chocolate acompañada de una gran torta de pan, y don Lucas, disfrutando del fresco de la tarde y recibiendo en su calva frente el vientecillo perfumado que llegaba de los bosques, como para consolar a los vecinos de las fatigas
del día, comenzaba a despachar su modesta
merienda, partiéndola cariñosamente
con su loro.
Porque don Lucas tenía un loro que era,
como se dice hoy, su debilidad, y que estaba
siempre en una percha a la puerta de la escuela
a respetable altura para escapar de los
muchachos, y al abrigo del sol por un pequeño cobertizo de hojas de palma. Aquel loro y
don Lucas se entendían perfectamente.
Raras veces mezclaba sus palabras más o
menos bien aprendidas, con los cantos de los
chicos, ni aumentaba la algazara con los gritos
estridentes y desentonados que había
aprendido en el hogar materno.
Pero cuando la escuela quedaba desierta y
don Lucas salía a tomar su chocolate, entonces
aquellos dos amigos daban expansión libre
a todos sus afectos. El loro recorría la
percha de arriba abajo, diciendo cuanto sabía
y cuanto no sabía; restregaba con satisfacción
su pico en ella, y se colgaba de las
patas, cabeza abajo, para recibir la sopa de
pan con chocolate que con paternal cariño le
llevaba don Lucas.
Y esto pasaba todas las tardes.
Transcurrieron así varios años, y don Lucas
llegó a tener tal confianza en su querido
Perico, como le llamaban los muchachos,
que ni le cortaba las alas ni cuidaba de ponerle
calza.
Una mañana, serían como las diez, uno de
los chicos que casualmente estaba fuera de la
escuela, gritó espantado: “Señor maestro,
que se vuela Perico”. Oír esto y lanzarse en
precipitado tumulto a la puerta maestro y
discípulos, fue todo uno; y, en efecto, a lo lejos,
como un grano de esmalte verde herido
por los rayos del sol, se veía al ingrato esforzando
su vuelo para ganar cuanto antes refugio
en el cercano bosque.
Como toda persecución era imposible,
porque ni aun teniendo la filiación del prófugo podría habérsele distinguido entre la
multitud de loros que pueblan aquellos bosques,
don Lucas, lanzando de lo hondo de su
pecho un “sea por Dios”, volvió a ocupar su
asiento, y las tareas escolares continuaron
como si no acabara de pasar aquel terrible
acontecimiento.
Transcurrieron varios meses, y don Lucas,
que había echado al olvido la ingratitud de
Perico, tuvo necesidad de emprender un viaje
a uno de los pueblos circunvecinos, aprovechando
unas vacaciones.
Muy de madrugada ensilló su caballo, tomó
un ligero desayuno y salió del pueblo,
despidiéndose muy cortésmente de los pocos
vecinos que por las calles encontraba.
En aquel país, pueblos cercanos son aquellos
que sólo están separados por una distancia
de doce o catorce leguas, y don Lucas
necesitaba caminar la mayor parte del día.
Eran las dos de la tarde; el sol derramaba
torrentes de fuego; ni el viento más ligero
agitaba los penachos de las palmas que se dibujaban
sobre un cielo azul con la inmovilidad
de un árbol de hierro. Los pájaros enmudecían
ocultos entre el follaje, y sólo las
cigarras cantaban tenazmente en medio de
aquel terrible silencio a la mitad del día.
El caballo de don Lucas avanzaba haciendo
sonar el acompasado golpeo de sus pisadas
con la monotonía del volante de un reloj.
Repentinamente don Lucas creyó oír a lo
lejos el canto de los niños de la escuela cuando
estudiaban las letras y las sílabas.
Al principio aquello le pareció una alucinación
producida por el calor, como esas músicas y esas campanadas que en el primer
instante creen oír los que sufren un vértigo;
pero, a medida que avanzaba, aquellos cantos
iban siendo más claros y más perceptibles;
aquello era una escuela en medio del
bosque desierto.
Detúvose asombrado y temeroso, cuando
de los árboles cercanos se desprendió, tomando
vuelo, una bandada de loros que iban
cantando acompasadamente ba, be, bi, bo,
bu; la, le, li, lo, lu; y tras ellos, volando majestuosamente
un loro que, al pasar cerca del
espantado maestro, volvió la cabeza diciéndole
alegremente:
“¡Don Lucas, ya tengo escuela1”
Desde esa época los loros de aquella comarca,
adelantándose a su siglo, han visto disiparse
las sombras del oscurantismo y la ignorancia.
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