martes, octubre 09, 2012

Los que cumplieron más de cuarenta - Julián Herbert

Los que cumplieron más de cuarenta
se deprimieron mucho el día de la fiesta,
o fingieron que era la misma fiesta de hace cuatro años,
o comieron y bebieron tanto
que al día siguiente se sintieron enfermos,
casi viejos.

Pero los que cumplieron más de cuarenta
ya están mejor: sus gestos
han perdido la ostentación de la juventud.
Ahora pueden fumar, sostener una viga,
pelear con el marido por culpa de los closets
y hasta hacer el amor
con ademanes lentos, naturales, con la resignación
de quien sabe que el tiempo es pura pérdida de tiempo.

Los que cumplieron más de cuarenta
tienen historias absurdas: accidentes
en motocicleta, piedras en la vesícula,
un rancho y un piano y una mamá que huele
a piloncillo con nuez, un hermano seminarista,
un volkswagen amarillo,
una infancia resuelta a punta de balazos
en el oscuro de un cine que hoy no existe.

Y así,
vuelta y vuelta la fe de la memoria,
inventándose penas adolescentes
para el cuerpo donde viven ahora,
los que cumplieron más de cuarenta recuerdan
no para revivir la juventud, sino para decirla,
porque de veras no tienen miedo de los años
pero sí tienen miedo del silencio.

Los que cumplieron más de cuarenta
se enojan si les hablas de tú,
se enojan si les hablas de usted.
Hay que llamarlos a silbidos, a tientas,
a empujones,
a palmadas en la espalda,
hay que llamar su atención mencionando
políticos rusos o películas francesas,
hay que explicarles casi todo
acerca de los juegos de video
y los nuevos programas de la televisión.

Los que cumplieron más de cuarenta
saben pensar el alba:
un cuerpo gozado en un hotel de paso,
un cuerpo solitario de vodka en el mejor hotel,
una calle vacía y de pronto los pájaros.
El amanecer esa banca en el parque
y las palabras que no llegan a la boca.

Hay que dejarlos recordar
y luego seguirlos hasta la ventana
(hablarles de tú, hablarles de usted),
palmearles despacito sobre un brazo
como a unos hijos nuestros que de pronto
crecieron demasiado y nos asustan.

Los que cumplieron más de cuarenta
desean cosas bien sencillas:
que la fiesta se acabe,
que las muchachas no le digan “señor”,
que diosito con su lápiz les borre la panza,
que el café vuelva a saber,
que a las calles de la infancia nadie les cambie el nombre
que las piernas de alguien se abran para ellos
y dormir calentitos,
como si una señora difunta los arropara
estirando la mano desde atrás
–muy atrás–
de la vida.

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