domingo, marzo 25, 2012

Un límite de resistencia

el estado de vigilia tiene un límite de resistencia, 
algo así como el dolor, y varía con el variar de la edad.
A.T.

Querida mía:

Es terrible. A menos que vengas a tener un hijo todos los hospitales son epelunantes espeluznantes. De visita o a consulta, ¿te acuerdas?, un hospital es laberíntico, asusta y cambia cada que entramos en él, y siempre tratamos de posponerlo. Es un lugar especializado en despertarnos despertares; es una casa de espejos donde el dolor propio no se pierde: se agiganta o se deforma, a veces disminuye, pero ahí está, viéndonos con el aire de que todo lo sabe. Nada queda impasible, todo cambia de dimensión, hasta la vena siempre palpitante se esconde ante la cercanía de la torunda que limpia el terreno, y el olfato es el primero que siente que huele  limpio, a demasiado limpio. A algo que no es normal.

En sus paredes, las palabras desechos, muestras, tóxico, espera, grave, medicinas, urgencia, no son precisamente hospitalarias. Una anciana llora y se acerca a un hombre. Le dice "no se vaya a poner más mal", y sigue su camino. ¿Cuál dolor pone más mal? La sala desespera de sespera de espera, la cama más. Algunos deben ser cubiertos con batas que dejan el trasero al aire, otros traen cubrebocas que dejan ver miradas inquietas. Nadie se cubre por completo y aún se puede ver demasiado, hasta que lo cubren a uno con una sábana.

Qué mejor lugar para tener la certeza de que, como decía Tabucchi, "llega siempre el momento en el que comprendes que la ilusión sucesiva de los días, o su música, ha llegado a su fin. Si era ilusión, es como cuando, en el instante del alba, los contornos de lo real, antes difusos, se ven invadidos por la luz creciente y se vuelven nítidos, cortantes como hojas, y sin remisión. Si era música, es como si las notas de una orquesta, después del movimiento 'allegro, scherzoso, adagio y allegro maestoso', se volvieran solemnes y se apagaran lentamente: las luces se amortiguan y el concierto ha terminado". Pero otra vez te soñé, y ahí yo estaba sano, no sólo sedado.

Todos los humores se concentran aquí y las visitas duran tan poco tiempo, amor, como la lluvia o el sexo. Sólo el dolor parece eternizarse. Las visitas son oasis, espejismos necesarios. Apenas dos o tres frases, una sonrisa y se van, y los suspiros marcan la distancia; los dispositivos móviles no ayudan, y el que se queda piensa si acaso los verá de nuevo, si pensarán en él, en por qué no vinieron otros... y los disculpa, y vuelve a lo suyo que es respirar aunque sea por medio de un tubo. La vida sigue afuera. El hospital es una terminal, de un modo u otro, aunque las maletas no siempre están hechas. "Partir es siempre morir un poco". Ansia, recuerdo, ritmo nada asépticos. 

Los gestos, acompasados por cardiógrafos y toses, por goteos en los tubos, suelen ser fáciles de interpretar. Se trata del verdadero aquí y ahora, amor, la mayoría lo sabe; lo presiente o lo teme. Un día a la vez, un respiro, una mirada. Una línea en la libreta manchada. Gestos. Un viejo aprieta los labios, la enfermera mira su reloj al revisar la bolsa de suero, el visitante deja en la cama Se está haciendo cada vez más tarde y aprieta la mano de ese otro ("yo estoy aquí sin que tú tengas necesidad de estar conmigo,/ ni de saberlo, porque tu órbita es única e irrepetible,/ y en cambio la mía es sincrónica consigo misma,/ y gira y gira hasta el infinito").

Ojalá así de fácil fuera adivinar qué significa el rostro del especialista que tarda unos segundos en dar su diagnóstico tras abrir el sobre. El azar es falta de tiempo para calcular las probabilidades.

Lo finito. Y sus posibilidades. Quisiera seguir, soñando. Despertar, que todo fuera ficción.
Escrito está.


Tuyo siempre, pase lo que pase,

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