sábado, junio 14, 2008

Recinto, de Carlos Pellicer

IX 

Yo leía poemas y tú estabas tan cerca de mi voz que poesía era nuestra unidad y el verso apenas la pulsación remota de la carne. 
Yo leía poemas de tu amor y la belleza de los infinitos instantes, 
la imperante sutileza del tiempo coronado, 
las imágenes cogidas de camino con el aire de tu voz junto a mí, nos fueron envolviendo en la espiral de una indecible y alta y flor ternura en cuyas ondas últimas —primera—, tembló tu llanto humilde y silencioso y la pausa fue así. —¡Con qué dulzura besé tu rostro y te junté a mi pecho! 
Nunca mis labios fueron tan sumisos, 
nunca mi corazón fue más eterno, 
nunca mi vida fue más justa y clara. 
Y estuvimos así, 
sin una sola palabra que apedreara aquel silencio. 
Escuchando los dos la propia música cuya embriaguez domina sin un solo ademán que algo destruya, en una piedra excelsa de quietud cuya espaciosa solidez afirma el luminoso vuelo, las inmóviles quietudes que en las pausas del amor una lágrima sola cambia el cielo de los ojos del valle y una nube pone sordina al coro del paisaje y el alma va cayendo en el abismo del deleite sin fin. 
 Cuando vuelva a leerte esos poemas 
¿me eclipsarás de nuevo con tu lágrima?

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