miércoles, noviembre 28, 2007

MJO: huida y retorno de la literatura potosina

Él se dijo “peregrino que ha muchos años busca la tierra prometida” (Canto del regreso). Hoy, en tiempos de globalización o mundialización, le podríamos llamar nómada, vagabundo, como también se dio en llamar a los antiguos habitantes de la Gran Guachichila, la tierra de este poeta.

En el desierto, hay calma aparente pero todo tiene vida. Hay florecimientos, ciertamente extraños, aunque las flores desérticas tienen colores y un olor propio que no todos tienen la sensibilidad de apreciar. “La piedra tiene acentos”, escribió nuestro homenajeado, Manuel José Othón, quien quiso huir del desierto pero volvió a él, tuvo que volver, a pesar de sentirse amenazado por “la tenaza del odio, de la envidia el corvo diente y el venenoso aliento de las almas por la corte oprimidas” (Nostálgica).

Como se ha dicho en los recientes estudios sociales y antropológicos sobre migración, movilidad social, o nomadismo, la necesidad de salir de un ambiente natural se da por necesidad o por gusto, y es significativa en este siglo, aunque en el poeta que habitó esta casa se inicia esta ensoñación por la libertad fuera del desierto. Necesidad económica vuelta tradición, escape o búsqueda de tesoros (culturales y de los otros), accidente al caer en la madriguera de un conejo o aburrimiento como el de Sindbad, refugio político o sueño americano. A pesar de las enseñanzas sociales el deseo o necesidad de escape es parte del ser más íntimo.

¿Qué nos expulsa de un lugar, de una ciudad y qué es lo que nos hace regresar? En el caso de San Luis Potosí la literatura considerada (o adoptada) como local o regional ha sido producida las más de las veces fuera de sus límites geográficos, y mucha ha sido tomada de otros lares por la estancia —corta o larga— de autores que se han establecido en este estado que presume de ser tradicionalmente cultural, cuya capital fue fundada en 1592 y que se distingue por un conservadurismo que apenas se empieza a diluir.

El poeta que habitó esta casa quiso huir a la gran ciudad pero se refugió en el desierto, donde a pesar de su sordera llegó a oìr todos sus secretos. ¿Y qué artista no ha querido huir a escuchar “estrofas de una lira soberana y versos de un divino florilegio” (Himno de los bosques)?

En lo que representa el más reciente esfuerzo antologador a nivel estatal, el escritor potosino David Ojeda se duele de que las dos obras de autores potosinos más conocidas son “El brindis del bohemio”, de Guillermo Aguirre y Fierro, y el Himno Nacional Mexicano, de Francisco González Bocanegra. La sede del programa estatal de literatura es la Casa López Velarde, en honor al poeta de Jerez, Zacatecas. En el panorama literario nacional de la actualidad figuran nombres como Margarito Cuellar, Luis González de Alba o Socorro Venegas, que aunque nacidos en San Luis Potosí tienen ya lo que podríamos considerar “denominación de origen” de otras entidades.

En la revista regional Ventana Interior el poeta potosino Jaime Loredo escribió sobre un libro que vio en una librería de viejo, una antología de 1908 o 1910 en la que se incluía a Ramón López Velarde como una concesión a la provincia. No reconoció a ningún otro autor antologado, pero se alegra del provincianismo que entraña ese mirar el mundo como si lo hiciéramos por primera vez. Y, estoy de acuerdo, lo maravilloso del mundo (la naturaleza, la poesìa, una buena puesta en escena), que alegraba hasta las lágrimas a Othón lo hace provinciano, pero es tan provinciano como El Quijote, como bùsqueda y hallazgo de una riqueza no citadina, no en el sentido peyorativo que tanto gustan de esgrimir algunos habitantes de la ciudad de México.

La muerte de Manuel José Othón significó el rescate de su casa natal, y cabe decir que ha sido la única de un artista potosino que ha sido restaurada y en la que se ha integrado un museo, el Othoniano, y la calle toda lleva su nombre. En su honor su nombre ha sido tomado por un centro educativo de corte josefino, durante mucho tiempo el único de su tipo, cuyo significado social es hasta cierto punto elitista —Othón diría burgués—, por ser un colegio privado, de paga, lo cual es por lo menos una ironía, dadas las condiciones en que vivió y murió Manuel José.

“Poeta local por antonomasia, potosino universal, tótem y botín, feudo local y manzana de la discordia”, según el escritor Ignacio Betancourt (1998). ¿Cuántos saben quién fue quien dio nombre al colegio, a la calle, al museo?¿Cuántos potosinos lo han leído? ¿Qué significaron su vida y su muerte para esta ciudad?

En fin, Othón, potosino a pesar de todo, a pesar de sí mismo, quien dedicó su libro Poemas rústicos —“la mejor hoja de su diadema” según el sacerdote escritor Joaquín Antonio Peñalosa— a la ciudad de Guadalajara, “porque en ella están vinculadas las más hondas pasiones de mi alma”.

El poeta nació el 14 de junio de 1858 y murió el 28 de noviembre de 1906, hace 101 años. Era la época de Benito Juárez y la de la paz porfiriana, la de la influencia y amor-odio a Francia, la época en la que San Luis Potosí fue cuna de los ideales revolucionarios, aunque en las formas era aún un gran monasterio apostado en el altiplano.

El poeta pensaba, según se trasluce en sus cartas y en su obra, en su legado artístico, en pasar a la historia, en ser eterno a través de su obra y por eso Manuel José negó parte de su producción temprana, reconociendo sólo dos libros, y aderezó sus conversaciones dando a conocer títulos de poemas o de dramas que jamás fueron escritos o bien no fueron editados por este pudor orgulloso de Othón, pero que llenan biografías y cuadros costumbristas del poeta y de su época.

Querer que la obra trascienda, sobre todo cuando se sabe que es buena, no es un signo de soberbia, sino un ansia de trascendencia que pone en comunión al artista con su entorno y con su tiempo, sobre todo cuando el cuerpo se siente frágil. No por nada sus dramas más conocidos son Después de la muerte y El último capítulo. Enfermo y provinciano, en materia de dinero Othón se sentía “no un Quijote sino un pendejo, que viene a ser lo mismo” (Montejano, 1979:119), y acierta Betancourt (1993:13) cuando asegura que en la obra de Othón “más que arrepentimiento hay conciencia de la imposibilidad, más que pecado hay impotencia”. Las ganas de vivir no se acaban por no tener los medios para hacerlo, y eso demostró Othón a pesar de los intentos de beatificarlo. En todo caso, patrón de los que huyen, de los que se dan cuenta de las carencias.

“¡Qué profunda sepultura!... ¡El olvido!”, escribió, y este afán de pasar a la posteridad para bien de una sociedad lo obligaba a hacer “un estudio de cada palabra, de cada cláusula, de cada oración”, por lo cual todo mundo creía que era flojo para escribir (Montejano, 1997:86). Para terminar una obra su mecenas le ofreció todo el vino que pudiera tomar cuando la hubiera entregado.

Autocensura o miedo a perder el objeto amado, ciertamente Othón conocía las circunstancias y los juicios sociales de su época, pues no dejó traslucir su gusto por otras mujeres y las encubrió en la naturaleza, en el trueno, en manuscritos que se publicaron tras su muerte. Juró, pero puso por testigos a Dios y “la santa memoria” de su madre, que no engañó a Pepita, su novia y luego su esposa durante 23 años, pero alcohol y mujeres fueron la constante, como buen poeta: “¡siempre insistiendo en la quemante lumbre, fascinada y tenaz la mariposa!” (Cansancio).

Las encubrió en la nostalgia, en el desánimo de cuando la edad ya no permite los escarceos que el artista quisiera. ¿Pecado y arrepentimiento, como dice Montejano, o frustración no sólo física?

Consciente de sus dolencias, sentía como muchos lo sentimos un amor también enfermizo por ésta, su tierra natal, que le daba “desesperación, más que la muerte” (Nostálgica), pero con las salvedades que aún persisten. Hablando de El último capítulo, que tuvo gran éxito, le contaba a su esposa Pepita: “creo que fuera de aquí [de San Luis Potosí] en cualquiera de los centros intelectuales de la república, tendría uno [éxito] mucho mayor, porque será mi obra tanto más apreciada cuanto más entendida” (Montejano, 1997:79).

Fascinado por la ciudad de México, le comentó a su esposa que “la Lonja de San Luis, fuera del tamaño y comodidades del edificio, es cursi y vale un demonio” (Montejano, 1979:114) y añadía: “aquí está nuestro lugar, es nuestra ciudad, aunque la hemos amado de lejos. Así me lo dicen todos, amigos y conocidos, por ti y por mí; y de cualquier manera, aquí nos vendremos definitivamente”. (Montejano, 1979:129).

Por algo el novelista de la revolución Jorge Ferretis lo acusó de “príncipe… tipo exacto del colono mental, extranjero por aspiración” (Montejano, 1979:158), lo que ha sido desmentido por los biògrafos del poeta.

Más aún, en otra carta confesó a un amigo “hace seis años que salí de mi tierra sin intención de volver a ella” (Montejano, 1979:111). Regreso forzado por circunstancias familiares, o salud, o miedo, Othón llegó a San Luis a “recoger las sagradas memorias” con que ungiría “de nuevo mis moribundas glorias” (Canto del regreso). Una maldición que se repite, una constante en un lugar que presume de estar en medio del triángulo Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey. Ojalá se acabe este sino.

Tras su muerte cambia el panorama local, “en el centro y a la cabeza” de los aprendices ya no estaba el consagrado, el impulsor de aquella modernización cultural, de las veladas literarias y animador de los juegos florales (Montejano, 1979:LXI). “Nada son, ciertamente, veinte individuos en una población de sesenta mil almas”, decía Manuel en el prólogo a un libro de Alberto Sustaita (Betancourt, 1998:30), añadía que las publicadas en años anteriores eran obras “muy malas, detestablemente malas”, y se dolía de que San Luis Potosí permaneciera al margen de un cierto auge cultural nacional.

Releerlo como un amigo, como un maestro muerto, como un potosino que quiso transformar, pero supo no romper con todos, un hombre que escribió a pesar de todo, de todos. “Si la forma no corresponde a la pasión, será porque mi molde es muy frágil, y ha estallado cuando quise vaciar en él mis sensaciones” (Peñalosa, p. 228).

A pesar de las “pedradas” y “salivazos” como los que refiere Miguel de Cervantes en la obra de Othón El último capítulo, con quien el potosino se hermana en la necesidad de concluir una obra personal para tranquilidad de su alma, en las deudas, en las enfermedades, y hasta la pendejez y en el amor “a los hijos de nuestra imaginación”.

Escribir y querer a un desierto. Tratar de que los Poemas Rústicos dejen de ser “un libro sin pasado y apenas repetido por algún eco” (Peñalosa, 1974: 14). Que haya ecos, que la muerte signifique algo.

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(Museo Othoniano, SLP, en los 101 años de la muerte de Manuel José.)

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