Un temblor sin lapso. Sin equívoco. Torbellino en torno de la flor de blando terciopelo, acorazonada, que nace del clima
de tus piernas como un grito nocturno. Flor que se liba.
Sombra de flor. En la sinfonía ciega de las corrientes lozana forma de mis manos sin ojos. Cuerno remoto de los rendimientos.
Llego navegando ondulaciones desesperadas. Soy dichoso.
¿Cuál es el color de esta fruición desencadenada, cómo llamarla, qué dios nos ha entregado esta conjunción? Me iré, Venus,
me iré, pero antes quiero apurar la copa. Ahogar los límites mollares, sofocar los cerrojos albeantes, vencer la sombra leda
de la desnudez, sacrificar el sonrojo numerado.
No me marcharé hasta que esta vegetal confusión de ondas no se haya cumplido. En tanto mi animal lamedor no esté sosegado.
Amo los blandos linderos de inefable tinte, ondulantes en la selva enana y espléndidamente libre que sobresale de tu cuerpo
como mil vocecillas frutales, el letífico aroma, el muelle calor, el ansioso tremar. Toda tú adunada por mareas geométricas
a mi piel. Toda presión, jadeo, huida, retorno, blancor, demencia. Nadadora. Extensión que amamanta mi vicio. Sombra
del láudano bajo mi pesado tiempo.
No partiré sin llevar una hora feliz en la corola, giradora, vencida y celante de los ojos que como al sol te reciben.
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