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martes, enero 23, 2018

Parásitos y hedonistas - Jorge Ibargüengoitia

«Esto de usar para expresarse un medio que todos conocen a la perfección desde primero de primaria, hace que los escritores tengamos una cantidad de críticos exactamente igual al número de personas que saben leer y escribir. El de lectores, en cambio, es mucho más reducido, porque la mayoría de los críticos son apriorísticos.

—¡Novelas, las mías! —dicen, y no compran las nuestras. Criticar a un pintor o a un músico es más difícil. Al primero porque sus cuadros no los ven más que los culteranos que van a las exposiciones, y porque, además, ése sabe mezclar los colores, que requiere cierta ciencia; al segundo, porque nadie sabe leer música. Esos son desechados por locos que, en nuestro medio, es lo mismo a ser desechado por genio. Pero nosotros, los escritores, estamos en la línea de fuego.

—Oye, ¿cómo no me habías dicho que eras escritor? —me preguntó una mujer con quien he tenido la desgracia de trabajar varias veces en congresos—. A ver qué día me regalas uno de tus libros.

Ha de creer que uno tiene que andar anunciándose, y que los libros los escribe uno para regalarlos. Yo nunca le pregunté si era casada, y si me enteré de que tenía una tortillería automática, fue por boca de terceros. Además, nunca se me hubiera ocurrido pedirle una tortilla.

—Oiga, patrón, ¿cuándo escribe un libro de veras bueno? —me preguntó un mimeografista a quien cometí la torpeza de regalarle un libro—. Digo, porque ése es de relajo.

Pasa uno muchas vergüenzas.

—Tus libros me parecen superficiales —me dijo una culta, y por supuesto, mal educada— pero mi yerno dice que tienen mucho porvenir, y él es argentino—. Fue un consuelo.

Pero veamos cómo se comportan las demás profesiones. Un ingeniero se pone Ing. antes del nombre, y cuando su mujer llega a la casa, le pregunta a la criada: ¿ya llegó el ingeniero?.

Ninguna esposa de escritor le ha preguntado nunca a ninguna criada si ya llegó el escritor. Entre otras cosas, porque lo más probable es que no tenga criada, y porque sabe que su marido no ha salido; está en su cuarto, frente a la máquina, devanándose los sesos.

Un Lic., un Arq., un Dr., un Ing. antes del nombre, o un CPT después son signo de que alguien se ha pasado años leyendo libros que nadie leería de motu proprio. ¿Pero nosotros? para escribir novelas no se necesita más que leer novelas, que, después de todo, se supone que la gente lee por gusto. Así que además de parásitos superfluos, somos hedonistas...»


jueves, enero 22, 2015

Conferencia de Jorge Ibargüengoitia

La conferencia dio principio con cinco minutos de retraso y con la asistencia del conferenciante, el jefe del Departamento de Literatura, el señor Crespo de la Serna y cuarenta y seis desconocidos.

Después de presentarse a sí mismo, el conferenciante explicó que no iba a leer la conferencia, por la sencilla razón de que no la tenía escrita; y que no la tenía escrita, porque consideraba que si dicha conferencia formaba parte de un ciclo intitulado “Los narradores ante el público”, y allí estaba el narrador y allí estaba el público, no hacía falta ningún papelito. Dijo que lo ideal sería que el público preguntara y el narrador contestara, pero que como creía que el público real era incapaz de hacer preguntas atinadas, iba a comenzar haciendo las tres preguntas fundamentales que hubiera hecho un espectador ideal, iba a responderlas y que después, el público real tendría derecho a hacerle las preguntas que considerara pertinentes.

Las tres preguntas fundamentales fueron las siguientes: ¿Por qué escribía el conferenciante? ¿Cómo escribía? ¿Qué escribía? La primera se refería a sus motivos, la segunda a sus métodos y la tercera a sus obras.

Al contestar la primera pregunta, el conferenciante declaró que escribía por deformación profesional. Los escritores se llaman escritores porque escriben y tienen que seguir escribiendo para seguir llamándose escritores. Los escritores son como las gallinas, que tienen que poner un huevo de vez en cuando para justificar su existencia. Éste es el motivo fundamental de todo escritor: escribe, porque es escritor; pero además, todo escritor tiene motivos secundarios: hay quien escribe por dinero, hay quien escribe por vanidad, hay quien escribe porque cree que sabe algo que los demás ignoran y que conviene que todo el mundo sepa, hay quien escribe porque quiere leer un libro que no existe.

El conferenciante declaró que lo que ha ganado por los libros que ha escrito es una miseria incapaz de tentar a un mendigo; que los elogios que ha recibido son nada comparados con las censuras que se le han hecho y que además, ha sido elogiado por sus vicios más censurables y censurado por sus virtudes más elogiables, agregó que no aspira a ser declarado Hijo Predilecto de su ciudad natal, ni a que fragmentos de sus obras lleguen a formar parte de las Lecturas selectas incluidas en el Libro de Texto Gratuito, ni a ser Miembro de Número de la Academia de la Lengua, ni a que una escuela rural lleve su nombre. Con lo anterior quedan descartados el dinero y la vanidad de sus posibles motivos secundarios. ¿Tiene entonces intención didáctica el conferenciante? Es decir, ¿cree que sabe algo que todo el mundo ignora y que conviene que todo el mundo sepa? El conferenciante está convencido de que sabe muchas cosas que la mayoría de las personas ignoran, pero no ve la utilidad de (ni tiene mayor interés en) que lo que él sabe lo sepan también los demás.

A continuación, el conferenciante confesó que escribe un libro cada vez que quiere leer un libro de Jorge Ibargüengoitia, que es su escritor predilecto.

Al responder a la segunda pregunta que él mismo se había formulado, a saber “¿cómo escribe?”, el conferenciante confesó otra deformación profesional, que le viene de haber sido dramaturgo antes que narrador. Para ilustrar los efectos de dicha deformación, hizo la descripción siguiente: El señor que está sentado en un sillón leyendo una novela es un personaje muy diferente al señor que está en un teatro viendo una representación. El primero está propenso a abandonar la lectura en cualquier momento y por razones tales como: que se aburra del libro, que se quede dormido, que oiga un ruido sospechoso en la azotea, que llegue un visitante inoportuno, que le dé hambre y tenga que ir a la cocina a preparar algo de comer, etcétera. Es decir, el escritor no sabe en qué condiciones va a ser leído su libro. El lector está en libertad de leerlo de principio a fin o suspendiendo la lectura doscientas veces en los momentos mas inapropiados. El señor que está en el teatro, en cambio, es un personaje que quiere llegar al final del acto, para salir a fumar un cigarrillo, y de la obra, para ir a su casa a cenar, a beber o hacer el amor. La diferencia de las circunstancias en que se encuentran el lector y el espectador, es la causa de que existan novelas de ochocientas páginas y de que ningún autor sensato escriba una obra teatral que dure más de dos horas y media.

Por otra parte, el novelista nunca ve el monstruo que su obra está formando en el cerebro del lector, mientras que el dramaturgo tiene que ver, a su pesar, el monstruo que su obra ha formado en el cerebro del director escénico. Si el novelista habla de un bosque de encinos, nunca verá los bosques de fresnos, de enebros, de álamos, que se han formado en los cerebros de sus lectores. El novelista puede repetir varias veces una escena que le parezca interesante, puede establecer un diálogo filosófico que en la vida real duraría varias semanas, puede describir minuciosamente un partido de ajedrez o una taza de porcelana. Y puede hacer todo esto, porque el lector, por su parte, puede saltarse un capítulo entero, leer una página de cada diez, leer todo el libro sin entenderlo o, simplemente, dejar el libro a un lado, sin causar en el autor de novelas la angustia que produce en el dramaturgo un espectador que se queda dormido y ronca o que se levanta a la mitad del segundo acto y se va del teatro.

El conferenciante concluyó su explicación diciendo que la deformación profesional de dramaturgo que tiene, le ha impedido aprovechar las ventajas del novelista y que su obra más larga, Los relámpagos de agosto, puede leerse de un tirón y en dos horas y media. Su novela es la novela de un dramaturgo.

A la tercera pregunta “¿qué escribe?”, el conferenciante respondió que su obra narrativa consiste, a la fecha, en una novela y un libro de cuentos que no ha sido publicado, por lo que iba a referirse exclusivamente a la primera.

El supuesto narrador de Los relámpagos de agosto es el general de división José Guadalupe Arroyo, que participó en la “revolución del 29” y que se siente vilipendiado, injustamente relegado, mal retribuido y mal interpretado. De su narración se desprende lo siguiente: que el general Arroyo es capaz de participar en una conjura, pero incapaz de comprender cuáles son los fines que persigue dicha conjura, quién la provoca, qué es lo que quieren sus enemigos y, lo que es peor, qué es lo que quieren sus amigos; capaz de dar protección a don Virgilio Gómez Urquiza, gobernador del Estado, que es secuestrado por los cristeros, mientras Arroyo espera a estos últimos en la Cañada de los Compadres; capaz de respetar la vida del Padre Jorgito, pero capaz también de fusilar a su sacristán; capaz, en un arrebato de furor, de arrojar en una fosa recién cavada a quien el día siguiente será nombrado Presidente Interino. Todas estas características, dijo el conferenciante, él las comparte con su personaje. Él se siente vilipendiado, injustamente relegado, mal retribuido y mal interpretado, es capaz de participar en una conjura, pero incapaz de comprenderla, capaz de planear grandes operaciones, pero incapaz de cuidar los detalles, es respetuoso con los fuertes y despiadado con los débiles, inoportuno en sus explosiones de furor y muy torpe para cortejar a la autoridad. Además, el conferenciante confesó que a él también le gustaría tomarse una botella de coñac Martell cada vez que se siente deprimido, resfriado o eufórico. El general Arroyo, concluyó el conferenciante, es una máscara de Jorge Ibargüengoitia.

El general Arroyo se rasura en el pullman cuando el tren entra en la ciudad de México, porque al conferenciante le gusta rasurarse en el pullman cuando el tren entra en la ciudad de México. El tren llega a la Estación Colonia. ¿Por qué no la describe el general Arroyo? Porque tanto el general Arroyo como el conferenciante conocen la estación Colonia, entonces, ¿para qué van a describirla? El general da órdenes perentorias al jefe de estación, lo cual es uno de los sueños dorados del conferenciante. El velorio del general González se efectúa en una de las casas de Londres, que el conferenciante, que vivía enfrente, siempre consideró propia para velorios. Los generales toman mezcal en el Paraíso Terrenal, porque al conferenciante le gusta el mezcal. El General Arroyo no describe la mesa cubierta de vasos de sangrita, saleros y limones chupados, porque al conferenciante no le gusta la sangrita y porque el general Arroyo nunca describiría una mesa, ni limpia ni sucia, cuando tiene cosas más importantes que decir.

Con esta explicación terminó la primera parte de la conferencia y a continuación, el conferenciante invitó al público a hacer preguntas, que fueron las siguientes:

Un joven que estaba en primera fila: Quiero hacer una crítica de su novela y de lo que usted nos acaba de decir. Sus intereses son completamente egoístas; usted sólo piensa en sí mismo. Ha escrito una novela sólo para divertirse. Yo creo que un escritor que no se interesa en los problemas de su época está condenado al fracaso. Su novela está destinada a quedarse en el cuarto de los cachivaches.

El conferenciante: (Haciendo a un lado la circunstancia de que aquello no era una pregunta): Dígame una cosa, ¿ha leído usted mi novela?

El joven que estaba en primera fila: No.

El conferenciante: Entonces, ¿a qué vino?

El joven que estaba en la primera fila: A ver qué era lo que usted tenía que decir.

El conferenciante: Si no ha leído mi novela, no ha entendido nada de lo que he dicho en mi conferencia. Sepa usted que mi novela ha ganado un premio internacional, ha tenido una edición cubana de 10,000 ejemplares, una edición mexicana de 4,000 ejemplares, ha sido publicada en forma condensada en una revista que tira 80,000 ejemplares, ha sido traducida al checo, al rumano y al polaco, así que no se puede decir de ella que esté entre los cachivaches y si puede interesarle a un polaco es porque refleja algunos de los problemas de nuestra época. (Se oye un murmullo en la fila catorce) ¿Quién habló por allí?

Una francesa: El señor no criticó su novela, sino su conferencia, lo cual me parece lícito.

El conferenciante: No oyó usted bien. El señor se refería a mi novela, porque habló de cachivaches. Una conferencia no puede quedarse entre los cachivaches.

Hubo un silencio debido a que el conferenciante había derrotado a sus oponentes en toda la línea. El señor Crespo de la Serna pidió la palabra.

Crespo de la Serna: Yo creo que usted, sin intentarlo, ha escrito una interesante tragicomedia sobre la revolución mexicana. Su obra me parece auténtica, profunda, conmovedora y sumamente interesante.

El conferenciante: Le agradezco mucho su elogio y comparto su opinión.

Un señor que estaba en segunda fila: Yo, a diferencia de la primera persona que hizo uso de la palabra, si he leído su novela y sus críticas. Sé que usted es un hombre sarcástico y venenoso. Díganos algo sobre los nuevos movimientos en la literatura mexicana…

El conferenciante: El escritor latinoamericano es, en general, como el Dios Jano, que tiene dos caras; con una está mirando a Europa y a los Estados Unidos, en busca de formas de expresión y con la otra está mirando a la realidad. Nuestro problema es que estamos tratando de expresar una realidad en formas que no necesariamente son las más adecuadas para expresarla. El ejemplo que se me viene más pronto a la cabeza es el de Gazapo, que pudo ser una buena novela y que resultó fallida, porque el autor quiso forzar el material que tenía en una forma que está de moda, pero que no venía a cuento.

El señor que estaba en la segunda fila: ¿Qué opina usted de Rulfo?

El conferenciante: Rulfo ha escrito dos libros admirables, pero incapaces de formar una escuela. La prueba es que el mismo Rulfo no ha escrito un libro en diez años. Por otra parte, Rulfo se está refiriendo a una realidad que sólo es conocida por analfabetos; esto produce serias equivocaciones. Una asidua lectora de Rulfo me aseguraba, el otro día, que México es una sociedad rural.

Un joven que estaba en octava fila: ¿Qué obras tiene en preparación?

El conferenciante: Una novela que está basada en un reportaje que hice sobre el caso de las Poquianchis.

Un señor que estaba en la cuarta fila: ¿Cuáles son sus escritores de cabecera, por qué y de qué manera han influido en su obra?

El conferenciante: Primero voy a contestar la segunda parte de su pregunta: mis escritores de cabecera son aquéllos con los que mejor me identifico, los que ven el mundo como yo lo veo. ¿Cuáles son? Evelyn Waugh y Céline. ¿De qué manera han influido en mi obra? No lo sé, ni me importa. Esto es cosa que algún estudiante de Filosofía y Letras descubrirá al hacer su tesis profesional en 1984. Por lo pronto puedo decirle que si no hubiera leído Black Mischief, probablemente no hubiera descubierto que en el material que tenía para escribir Los relámpagos de agosto había una novela.

Un señor que estaba en la sexta fila: Hay cosas en lo que usted ha dicho que me parecen, cuando menos, peculiares. En primer lugar, eso de que los escritores estén mirando hacia Europa y los Estados Unidos en busca de influencia. Yo leo y releo con gran placer las obras completas de Martín Luís Guzmán, en especial El águila y la serpiente, leo también con mucha frecuencia a Rubén Romero, Francisco Tario y Emma Dolujanoff tienen páginas deliciosas que reflejan, si bien no una realidad nacional, sí una realidad local. Creo que usted, al hablar de realidad, se refiere sólo al D.F. Déjeme continuar. Ha dicho usted que cuando escribe no le interesa el público. Yo creo que todo escritor aspira a que su libro sea leído por el mayor número de personas; aspira a comunicarse.

El conferenciante: Aspira a comunicarse con el papel. Yo creo que un escritor que tiene puesto un ojo en el papel y otro en el público está perdido. El querer que el libro se venda es algo que viene a posteriori, cuando ya el libro está escrito, no en el momento de escribirlo. Es como querer que los hijos tengan éxito en la vida. Escribir un libro para que lo lean millones es como querer tener un hijo para que sea como Napoleón.

El señor que estaba en la sexta fila: Pero usted está de acuerdo en que hay que tratar de que los libros se vendan no sólo en México, sino en toda la República.

El conferenciante: Sí, estoy de acuerdo en eso, pero creo que la distribución es muy mala.

El señor que estaba en la sexta fila: En eso yo también estoy de acuerdo.

Con este concordato y después de un breve aplauso, se terminó la conferencia, a las 9:05.

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Relación de la conferencia dada en el ciclo “Los narradores ante el público, celebrada en la sala Manuel M. Ponce, el 12 de agosto de 1966, y organizado por el Instituto Nacional de Bellas Artes. Tomada de Material de Lectura, de la UNAM.

martes, agosto 12, 2008

Madrugar

Hace años que no me tenía que levantar tan temprano. Soy noctífago, me gusta desvelarme (hoy se usa desvelar por develar, y son verbos muy distintos, pero ya tocaremos el tema otro día) con copas, amigos, libros y/o mujeres, libretas con su pluma o páginas de Internet. El orden de los factores sí altera el producto.

Mañana empiezo a dar clases y con la emoción no puse reparo a tiempo de que me tocara a las 7 de la madrugada. Haré la lucha. Recuerdo algunas buenas clases que recibí a esa hora, pero a muchas llegaba todavía amodorrado y así seguía durante una o dos horas (metodología de la investigación, por ejemplo). Espero no estemos como caimanes todos en el salón.

Y muy a propósito encontré en el blog La Iguanomancia el siguiente texto de Jorge Ibargüengotia:

Malos Hábitos

"Levantarse temprano"


El viernes pasado encontré en Revista de Revistas un artículo escrito por mi buen amigo Loubet que es una especie de oda a los que se levantan temprano. Además de bien escrito está bien ilustrado. Allí aparecen los panaderos, los lecheros, los barrenderos, los que van a hacer ejercicio en Chapultepec, los niños que piden aventón para llegar a clase de siete, etcétera.

Esta lectura, unida a la circunstancia de que hoy tuve que levantarme a las cinco de la mañana, me han hecho recapacitar y llegar a la conclusión de que francamente, levantarse temprano no sólo es muy desagradable, sino completamente idiota.

Ahora comprendo que los últimos veinte años los he pasado en un mundo dado a la molicie.
—Paso por ti cuando reviente el alba. Es decir, a las nueve y media de la mañana —dicen mis amigos.
Pues sí, un mundo dado a la molicie del que no pienso salir.

Los efectos de madrugar son de muchas índoles, pero todos ellos corrosivos de la personalidad. Hay quien se levanta temprano a fuerzas, se para frente al espejo a bostezar y a arreglarse el cabello y la cara con el objeto de dar la impresión de que se lavó. Este intento generalmente es patético. Si alcanza lugar sentado en el camión que lo lleva al trabajo se duerme sobre el hombro del vecino, desayuna en la esquina del lugar donde trabaja unos tamales, o bien dos huevos crudos metidos en jugo de naranja -que es una mezcla que produce cáncer en el intestino delgado- pasa la mañana sintiéndose infeliz, trabajando un poquito y quitándose las lagañas; se va de bruces en el camión de regreso, a las seis de la tarde.

Los que se levantan temprano a fuerzas constituyen un grupo social de descontentos, en donde se gestarían revoluciones si sus miembros no tuvieran la tendencia a quedarse dormidos con cualquier pretexto y en cualquier postura. En vez de revolucionar, gruñen y dicen que el destino les hizo trampa.

Los que madrugan por gusto son peores.

—Yo siento que la cama materialmente me avienta a las cinco de la mañana.

—Mal veo despuntar el sol, brinco de la cama, abro la ventana y pregunto “¿solecito, solecito, qué quieres de mí hoy?”

—Cuando me estoy rasurando oigo el canto del primer jilguero, después, un regaderazo con agua helada, me seco con una toalla especial de ixtle para que me abra el poro, y por último mi té de boldo. Quedo como nuevo.

Esta clase de gente tiene la costumbre de salir a la calle de noche y caminar con paso vivaz por el centro del asfalto —le temen a la banqueta, porque creen que hay gente agazapada en los zaguanes, lista para asaltarlos; no se dan cuenta de que los asaltantes están dormidos a esa hora— dejan a su paso una estela de agua de Colonia o talco desodorante que queda flotando en el ambiente hasta que pasa el primer autobús. Van a misa de cinco, a la Adoración Nocturna, a hacer ejercicio, a pasear un perro desmañanado, o, peor todavía, a despertar al velador del edificio para que les abra el despacho.

Son por lo general, gente de dinero y creen que la fortuna que tienen se las concedió Dios nomás por el gusto que le da verlos levantarse temprano. Aconsejan esta práctica saludable a todo el que encuentran -en realidad no tienen otro tema de conversación, inventarían refranes si pudieran, como no pueden, repiten el consabido de “al que madruga, Dios le ayuda”, que es una afirmación que carece de fundamento histórico.

Esta clase de personajes también tiene la tendencia a obligar niños a que les piquen la panza con el dedo.
—Mira niño, es como de fierro. Aprende: estoy así porque me levanto temprano. Tengo sesenta años y mírame.

Llegan a los sesenta como jóvenes, dando brinquitos y mueren de sesenta y uno, víctimas de una trombosis cuádruple.

Los que inventaron que es bueno levantarse temprano son los que determinaron que los turnos de trabajo cambien rayando el sol, que los fusilamientos se lleven a cabo al amanecer, que se reparta la leche al alba, que no se permita la entrada de carga después de las siete de la mañana, etcétera. En resumen son los únicos responsables de que la ciudad empiece a funcionar a una hora de la que nada bueno puede esperarse. (18-vii-72)

Publicado en Instrucciones para vivir en México, compilado por Guillermo Sheridan. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1990.