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domingo, agosto 05, 2018
Poema 167 - Vicente Verdú
Soñé que,
sin haberlo advertido,
estaba cerca de cumplir 47 años.
Ante esa constatación,
vi abrillantarse la vida alrededor
y me reproché, me maldije
por haber estado deprimido
durante los últimos meses.
Era incompatible esa edad
exultante y hallarse deacaído.
Con esos años 46 y pico
reinando en mi organismo,
desde la cabeza a los pies,
el mundo se redondeaba como una tensa
pelota de goma.
Un balón de reglamento, quizás.
Esos años eran la playa en vacaciones
radiantes,
un proyecto tonificante,
un futuro sin visible final.
Quedé turbado por ese feliz
descubrimiento
tan luminoso como un tesoro
Una realidad que, de ser tan obvia,
me habría pasado desapercibida.
Distraída entre la normalidad
Así que, de paso, sentí que sufría
alguna inapropiada perturbación,
una inculcación pesimista
que no se correspondía con el valor de lo real.
Una degustación, en suma, que no estaba haciendo
debidamente,
de la sustanciosa carne de los cuarenta y tantos años.
Lo saboree, por tanto, unos momentos
dentro del sueño
Y casi sin transición, con el bocado en el paladar
temí haber alterado los números
Del 74 al 47 y un temblor
llegó hasta los labios, el rostro,
el resto de mi figuración.
Nunca había soñado nada parecido.
No era probable que ahora
viniera a desilusionarme
una dislexia vulgar.
Pero así era.
Mi edad pasó de pronto
De 47 a 74 y con ella
bien marcada
se prolongó el sueño hasta despertar.
¡De modo que habría de cargar con 74 años cuando
momentos antes hacía una fiesta con 47.
La bicicleta, la natación, el footing, las chicas, los libros,
los ambiciosos proyectos,
la tensión de los bíceps,
el color del pelo y del pecho,
el sabor frutal con que obtenía los besos.
La gratuidad de los placeres,
la delectación de la plenitud.
O la dorada madurez de la piel en los estíos,
el vigor de la escritura profesional.
¿Qué me quedaba al fin de todo esto
si tenía ya 74 años?
Restos de todo ello,
cabos de la plenitud,
recortadas parcelas.
Apenas una colilla de la vida para fumar
por estos pulmones que ahora
solicitan como gran slam
salir ganadores en un TAC.
martes, octubre 03, 2017
46 años - Lichtenberg
"A los 46 años empecé a observar los días más largos y los más cortos del año con un interés que sin duda es fruto de la edad. Todas las señas de obsolescencia en las cosas externas son indicadores del millaje de mi propia vida. Sin embargo, hasta la 'sabiduría superior' (como me ha dado en llamarla en estos años) que implica percibir todo esto, me parece sospechosa".
Lichtenberg
A ver qué pasa. No sé, a veces ser cansa demasiado. 2,400.21 semanas parecen muchas. Deberían existir los periodos sabáticos de uno mismo.
Mi epitafio podría ser: "Se creyó novela pero fue puro cuento".
Lichtenberg
A ver qué pasa. No sé, a veces ser cansa demasiado. 2,400.21 semanas parecen muchas. Deberían existir los periodos sabáticos de uno mismo.
Mi epitafio podría ser: "Se creyó novela pero fue puro cuento".
martes, octubre 09, 2012
Los que cumplieron más de cuarenta - Julián Herbert
Los que cumplieron más de cuarenta
se deprimieron mucho el día de la fiesta,
o fingieron que era la misma fiesta de hace cuatro años,
o comieron y bebieron tanto
que al día siguiente se sintieron enfermos,
casi viejos.
Pero los que cumplieron más de cuarenta
ya están mejor: sus gestos
han perdido la ostentación de la juventud.
Ahora pueden fumar, sostener una viga,
pelear con el marido por culpa de los closets
y hasta hacer el amor
con ademanes lentos, naturales, con la resignación
de quien sabe que el tiempo es pura pérdida de tiempo.
Los que cumplieron más de cuarenta
tienen historias absurdas: accidentes
en motocicleta, piedras en la vesícula,
un rancho y un piano y una mamá que huele
a piloncillo con nuez, un hermano seminarista,
un volkswagen amarillo,
una infancia resuelta a punta de balazos
en el oscuro de un cine que hoy no existe.
Y así,
vuelta y vuelta la fe de la memoria,
inventándose penas adolescentes
para el cuerpo donde viven ahora,
los que cumplieron más de cuarenta recuerdan
no para revivir la juventud, sino para decirla,
porque de veras no tienen miedo de los años
pero sí tienen miedo del silencio.
Los que cumplieron más de cuarenta
se enojan si les hablas de tú,
se enojan si les hablas de usted.
Hay que llamarlos a silbidos, a tientas,
a empujones,
a palmadas en la espalda,
hay que llamar su atención mencionando
políticos rusos o películas francesas,
hay que explicarles casi todo
acerca de los juegos de video
y los nuevos programas de la televisión.
Los que cumplieron más de cuarenta
saben pensar el alba:
un cuerpo gozado en un hotel de paso,
un cuerpo solitario de vodka en el mejor hotel,
una calle vacía y de pronto los pájaros.
El amanecer esa banca en el parque
y las palabras que no llegan a la boca.
Hay que dejarlos recordar
y luego seguirlos hasta la ventana
(hablarles de tú, hablarles de usted),
palmearles despacito sobre un brazo
como a unos hijos nuestros que de pronto
crecieron demasiado y nos asustan.
Los que cumplieron más de cuarenta
desean cosas bien sencillas:
que la fiesta se acabe,
que las muchachas no le digan “señor”,
que diosito con su lápiz les borre la panza,
que el café vuelva a saber,
que a las calles de la infancia nadie les cambie el nombre
que las piernas de alguien se abran para ellos
y dormir calentitos,
como si una señora difunta los arropara
estirando la mano desde atrás
–muy atrás–
de la vida.
se deprimieron mucho el día de la fiesta,
o fingieron que era la misma fiesta de hace cuatro años,
o comieron y bebieron tanto
que al día siguiente se sintieron enfermos,
casi viejos.
Pero los que cumplieron más de cuarenta
ya están mejor: sus gestos
han perdido la ostentación de la juventud.
Ahora pueden fumar, sostener una viga,
pelear con el marido por culpa de los closets
y hasta hacer el amor
con ademanes lentos, naturales, con la resignación
de quien sabe que el tiempo es pura pérdida de tiempo.
Los que cumplieron más de cuarenta
tienen historias absurdas: accidentes
en motocicleta, piedras en la vesícula,
un rancho y un piano y una mamá que huele
a piloncillo con nuez, un hermano seminarista,
un volkswagen amarillo,
una infancia resuelta a punta de balazos
en el oscuro de un cine que hoy no existe.
Y así,
vuelta y vuelta la fe de la memoria,
inventándose penas adolescentes
para el cuerpo donde viven ahora,
los que cumplieron más de cuarenta recuerdan
no para revivir la juventud, sino para decirla,
porque de veras no tienen miedo de los años
pero sí tienen miedo del silencio.
Los que cumplieron más de cuarenta
se enojan si les hablas de tú,
se enojan si les hablas de usted.
Hay que llamarlos a silbidos, a tientas,
a empujones,
a palmadas en la espalda,
hay que llamar su atención mencionando
políticos rusos o películas francesas,
hay que explicarles casi todo
acerca de los juegos de video
y los nuevos programas de la televisión.
Los que cumplieron más de cuarenta
saben pensar el alba:
un cuerpo gozado en un hotel de paso,
un cuerpo solitario de vodka en el mejor hotel,
una calle vacía y de pronto los pájaros.
El amanecer esa banca en el parque
y las palabras que no llegan a la boca.
Hay que dejarlos recordar
y luego seguirlos hasta la ventana
(hablarles de tú, hablarles de usted),
palmearles despacito sobre un brazo
como a unos hijos nuestros que de pronto
crecieron demasiado y nos asustan.
Los que cumplieron más de cuarenta
desean cosas bien sencillas:
que la fiesta se acabe,
que las muchachas no le digan “señor”,
que diosito con su lápiz les borre la panza,
que el café vuelva a saber,
que a las calles de la infancia nadie les cambie el nombre
que las piernas de alguien se abran para ellos
y dormir calentitos,
como si una señora difunta los arropara
estirando la mano desde atrás
–muy atrás–
de la vida.
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