»La gente de la casa y de la vecindad, y poco después todo el pueblo, se pusieron en movimiento. Llegó Alberto. Habían acostado a Werther en su lecho con la cabeza vendada. Su rostro tenía ya el sello de la muerte. No se movía; pero sus pulmones funcionaban aún de un modo espantoso: unas veces casi imperceptiblemente, otras con ruidosa violencia. Se esperaba que de un momento a otro exhalase el último suspiro.
»No había bebido más que un vaso de vino de la botella que tenia sobre la mesa. El libro Emilia Galotti estaba abierto sobre el pupitre. Eran indescriptibles la consternación de Alberto y la desesperación de Carlota.
»El anciano juez llegó turbado y conmovido. Abrazó al moribundo, bañándole el rostro con su llanto. No tardaron en reunírsele sus hijos mayores, y se arrodillaron junto al lecho, besando las manos del herido y no pudieron contener el más intenso dolor. El mayor, que había sido siempre el predilecto de Werther, se colgó al cuello de su amigo y permaneció abrazado a él hasta que expiró.»
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