¿Murmuran a misespaldas? ¿Hablan
de mi torpeza? ¿Se rien de mi, imitando mis gestos,
vendiendo mi honra al menudeo?
Armaré un escándalo, los denunciaré, diciendo
que no tienen vergüenza, que son unos traidores,
que ya no son mis amigos y que nunca jamás volveré
—ni una sola vez, así me los tope mil veces en la calle—
a reconocer sus rostros ni a estrechar sus manos,
ni por el mutuo cariño ni por los viejos tiempos;
murmuraron a mis espaldas, se rieron de mi.
Sé cuál es la razón; también yo lo he hecho.
Cruel con tal de ser ingenioso, a espaldas de mi querido amigo,
con tal de divertir, he traicionado su amor,
su susceptibilidad, sus hábitos y debilidades:
lo he arremedado, he sido traicionero,
por divertir nada más, por ser ingenioso, porque su peso
me abrumo tanto durante tanto tiempo, por ser superior,
por halagar a quienes escuchaban contando intimidades
que traicionaban la intimidad,
para liberarme de la necesidad de la amistad,
sintiendo a ratos el temor de que me escucharan,
me denunciaran y me rechazaran, de que dijeran de una buena vez
que jamás volverían a verme, a estrechar mi mano,
invocando los viejos tiempos y el cariño mutuo.
¡Qué cosa inaudita es, en verdad,
querer a otro y ser igualmente querido!
¡Qué tristeza y qué alegría! Y qué cruel es que
el orgullo y el ingenio deformen el corazón del hombre,
cuán vano, cuán triste, qué crueldad, qué necesidad,
pues es tan cierto como triste que los necesito
y ellos me necesitan. ¿Qué podemos hacer? Necesitamos
mutuamente nuestras torpezas, nuestras bromas,
la mutua compañía y el propio orgullo. Necesito
borrar el rubor de mi cara, necesito mi ingenio,
no puedo huir. Conocemos nuestras torpezas,
nuestras debilidades, nuestras necesidades, no podemos
olvidar nuestro orgullo, nuestras caras, nuestro mutuo cariño.
(Lo que sabe un poema, traducción, prólogo y selección: Rafael Vargas,
1997, Editores del Hotel Ambos Mundos)
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