domingo, octubre 15, 2006

Enseñanzas del futbol (fragmentos) - Tomás Calvillo


(Enseñanzas del futbol, de Tomás Calvillo Unna, Ediciones del Futbolista, 2006)

I

Empecé a correr en las tardes para estar en mejor condición de jugar. No quería sufrir tirones en las piernas. Estaba solo en esta pequeña aventura futbolera, como lo están el portero o el tirador cuando se da un penalti.

Guardaba con celo mi colección de banderines: Botafogo, Partizan, Real Madrid, Arsenal, Guadalajara, River Plate, Vasco de Gama, Dínamo. Esos banderines y mi voluntad de correr todos los días no estaban separados. Antes de iniciar mis ejercicios los sacaba del cajón y los acomodaba sobre mi cama. Uno a uno los tocaba con la palma de mi mano derecha. Era un ritual que me daba fuerza y disposición para continuar.

Siempre preferí los banderines a los álbumes de estampas con los rostros de los jugadores. Los jugadores al final eran frágiles, así los veía.

Hubo uno que alcanzó una altura inimaginable; se llamaba Ita, era un portero cuyos lances en un partido lo volvieron un ser mítico. Su valentía, destreza y su capacidad de volar nunca más se repitieron. Fue el único que se aventó hacia el frente, de palomita con los brazos estirados, para despojar al delantero de un balón que iba a terminar en las redes. Fue sólo un partido pero sus jugadas se inscribieron en mi imaginación y memoria como las primeras pinturas que los seres humanos dejaron plasmadas en las piedras de los desiertos y en las cavernas. Ita era brasileño, el futbol entonces lo era por completo, y creo que todavía lo sigue siendo, aunque con menos fuerza.

VI
Hay un volumen, una especie de geometría afectiva del espacio, cuando miro sobre las paredes las porterías pintadas de amarillo. Hay un estremecimiento, una emoción cuando se ve el balón golpear el travesaño amarillo en la pared y volver al campo para ser despejado lejos por un defensa.

Estoy de portero y respiro profundo, el gol no entró y suena la campana dando por terminado el recreo. No puedo negar que me atraviesa una ternura que envuelve a todos los que jugamos los partidos en el patio de la escuela. Esa energía desplegada contenía todo lo que valía la pena. Los grandes árboles que servían para marcar los límites de la cancha, el cemento, su dureza que marcaba nuestras rodillas y codos. Ese espacio y tiempo que eran sólo nuestros, de los que jugábamos mañana tras mañana.

XXVIII

En ocasiones me enojaba y es lo peor que le puede pasar a un jugador. Confundía el sentir con el desear y eso hacía que gritara, que peleara incluso con los propios compañeros y que terminara haciéndome expulsar.

El desear nos confunde, nos separa de la realidad, nos hace perder el ritmo y nos aísla de los demás. Nos precipita en el toque, nos hace fallar hasta los penaltis, nos hace juzgar una y otra vez.

El sentir es distinto, el sentir nos hace reconocer el juego, su presente, su realidad, nos permite conectarnos bien y entender mejor los movimientos de los demás jugadores, nos hace entender y aceptar.

Es muy importante reconocer esas diferencias, de ello depende que el futbol sea un deporte lleno de arte que uno goce y no lo sufra.

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