Por la mañana del miércoles las vi al atravesar el patio rumbo a mi estudio. Casi brinqué de la emoción: tres flores rosaceas me dieron los buenos días. Me hicieron el día, me hicieron correr por el teléfono para tomarles fotos.
Las esperaba, las había esperado todo el año.
A sabiendas de que durarían unas horas las gocé todo lo que pude.
Acaricié sus pétalos. Les dije gracias por la sonrisa.
El jueves estaban ya cerradas.
Dos caídas (¿hablaban con la tierra?, ¿la buscaban?), una aún erguida en su decir adiós (¿oraba?).
Al otro lado de la maceta una nueva flor sonreía.
Nos sonreímos.
pero florecer en el desierto es un milagro.
No hay aroma que valga. Disfrutemos la vista.
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