Estoy como vacío.
Quisiera hablar, hablar, pero no puedo,
no puedo ya conmigo.
Una mujer que busco, que no existe,
que existe a todas horas; un antiguo
cansacio; un diario despertar
medio aburrido.
Quisiera hablar, decir: esto que es mío,
que nunca tengo en mí, esto que asiste
a la noche en mis ojos, mi corazón dormido,
y la tristeza de no saber las cosas,
ser padre de algún hijo sin padre,
ser hijo de unos padres sin hijos.
Esto que vive en mí, esto que muere
duras muertes conmigo,
el manantial de gracias, el agua de pecado
que me deja tranquilo.
Fuego de la purísima concepción, poesía,
bochorno de mi amigo,
sálvame de mí mismo.
Yo soy la tierra ronca, el apretado
yunque en el que cae tu martillo,
me soporto, te espero, ayúdame
a hablar limpio.
Ayúdame a ser solo,
y a ser sólo moneda que en bolsillos
de pobres socorra el agua fresca,
el pan bendito.
Dueña de la esperanza,
paloma del principio,
recógeme los ojos,
levántame del grito.
Yo soy sólo la sombra
que madura en un vientre desconocido.
Y estoy aquí, sí estoy,
a pesar de mí mismo,
alucinado y torpe,
airado y sin memoria -y sin olvido-
igual que si colgara de mis manos
clavadas sobre un muro carcomido.
Mira el odiado llanto,
mira este mudo llanto embrutecido,
sacúdelo del árbol de mis ojos,
arráncalo del pecho sacudido,
no me dejes raíces de congoja
abriéndome el oído,
no quede en mí un amante,
ni un luchador, ni un místico.
Señora de la luz, te mando, te suplico,
óyeme hablar sin voz,
oye lo que no he dicho;
con este amor te amo,
con éste te maldigo,
tengo en la espalda rota,
roto, un cuchillo.
Yo soy, no soy, no he sido
más que un lugar vacío,
un lugar al que llegan de repente
mi cuerpo y tu delirio
y una apagada voz que nos aprende
como un castigo.
He aquí tu mar de ausencia,
he aquí tu mar de siglos,
mi sangre arrodillada
sobre un madero hundido,
y el brazo de mi angustia
saliendo al aire tibio.
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