viernes, noviembre 24, 2006

Inopia

Alexandro Roque

A Saramago, por su gran visión

Pudo ser hace un año, pero ya ni sé. Un primero de diciembre Salvador se quedó ciego. En cualquier otro caso el día no debería ser importante, pero ese primero de diciembre fue precisamente cuando Salvador recibió la banda presidencial. Sus ojos, que ya poco percibían la realidad desde que se supo electo, se sumieron en la oscuridad, y así nos empezó a ir.

Digo, ya se sabe por las noticias que vamos mal, que cada vez hay menos empleos, que los municipios que quedan vacíos o son absorbidos por otros son más cada semana, que Estados Unidos nos boicoteó por no apoyarlo en la guerra y en el amor, que el gabinete no es lo que se esperaba, que cada semana tenemos que reinventar el país en el discurso, pero yo lo sé bien, a mí nadie me lo contó, por ser mi cargo Secretario de Gobernación.

Como el resto de los habitantes del país, por una extraña enfermedad, virus o maldición quedé tuerto, y no pasa de que tengamos que ver sólo la mitad del mundo y un pedazo de nariz los que nos parecemos a Cyrano. Casi ni se siente, si no pensamos en ello, si no cuestionamos por qué México fue el único país asolado por este defecto, por este mal. Pero la fatalidad o el destino quiso que el único que se quedara ciego, totalmente a oscuras, fuera el presidente, justo después de recibir la banda presidencial.

Todos perdimos la visión del ojo izquierdo más o menos unos dos años antes del primero de diciembre en que Salvador llegó a ser el titular del Ejecutivo. Primero en la ciudad de México, luego en Guerrero, en Chiapas. Todo México. Los más viejos fueron los primeros, y aún nadie se sorprendía. Se atribuyó a alguna degeneración biológica (o de las otras, según la Santa Madre Iglesia). Cuando siguieron los ciudadanos de cuarenta a sesenta años la cosa cambió. De la sorpresa pasamos rápidamente al espanto y luego a la resignación. Los jóvenes se adecuaron rápidamente, gustosos de ponerse parches o gafas con un lente oscuro y uno claro, o de colores. Ningún médico nacional o del extranjero sabe qué enfermedad nos aqueja. Simplemente se apagó la visión, fue quedándose gris, como una tarde de polución extrema. Los niños fueron los últimos en perder la mirada en el ojo izquierdo, pero cuando el último niño quedó tuerto empezaron a nacer todos con sólo un ojo sano.

Salvador parecía inmune. Todos estábamos esperanzados en su visión, que se lució durante la campaña (a pesar de dos o tres visiones borrosas), pero nos salió el tiro por la culata. Al poco tiempo de quedarse ciego comenzó a cambiar, a transformarse. Si siempre fue un convencido de la diversidad, su odio por los que aún tenían un ojo creció. Su sonrisa se ha ido haciendo cada vez más escasa en los actos públicos, y su esposa es la encargada de sonreir de oreja a oreja incluso en las circunstancias más dolorosas. En las numerosas reuniones que teníamos —cada mes son menos, mientras Salvador se encierra en su palacio— no ha habido día en que no suelte un “afortunados ignorantes” dirigido a los tuertos o a presumir de su ceguera, que según él, fue “un regalo de Dios” para no ver los problemas cotidianos.

Al no ver, y saber necesidades “sólo de oídas”, Salvador nos ha encargado a sus secretarios que tomemos las decisiones. Pero nuestras visiones, aunque truncas o precisamente por eso, son muy distintas y todo indica que el país se está quedando partido, como el águila.

“Afortunados ignorantes”.

Un día hasta se atrevió a decíselo a una vendedora callejera, en las giras a las que era tan afecto. La señora le preguntó que cómo estaba de sus ojos, si creía que algún día podría volver a ver, y Salvador comentó delante de todos los medios: “Si usted estuviera ciega sería más feliz, como yo”. Un compañero del gabinete comentó que el presidente es ciego hasta cuando habla.

El colmo fue hace tres meses, cuando, llevado por su coraje, su envidia, Salvador dio una orden secreta al secretario de Salubridad de que al diez por ciento de los pacientes que acudieran a un centro público de asistencia se les practicara una operación para dejarlos ciegos, y se argumentaran “errores humanos”, “negligencia médica” o lo que sea, con tal de no sentirse tan solo en su desgracia, esa sí, no provocada.

Los pocos que sabemos de esta orden estamos amenazados de muerte si develamos el secreto, y nos da pánico cuando no sabemos responder si nos cuestionan sobre el creciente número de ciegos.

En fin. Yo soy hombre de mi partido, y si es preciso que todos nos quedemos ciegos para ser felices, ni modo.

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