(Alexandro Roque, Cuentos tipográficos y otras prosas sépticas, Ponciano Arriaga, 2000)
—¿Quién eres tú, anciano? ¿Por qué lloras?
—¿Eh...? Me asustaste.... ¿Qué haces por aquí? No es común ver a alguien por estos rumbos y mucho menos a estas horas de la noche. Busqué el despoblado para no ver a nadie.
—No me respondiste. ¿Por qué lloras?
—No creo que lo entiendas. Eres un niño. ¿Cuántos años tienes? ¿Doce? Mis problemas son problemas de un hombre casado.
—No importa, me gustaría oírlos.
—Bueno, no pierdo nada con decírtelos, pero no los vas a creer. Nunca he tocado a mi esposa, que es varias décadas más joven que yo. Fueron muchas noches que pase sólo viéndola, porque es muy hermosa. Esta noche me dijo que espera un hijo, pero que no me preocupe, porque será hijo de Dios, que se lo dijo un ángel. Esa es mi duda y mi tormento. Lo dijo sonriendo, con su carita inocente. ¿Llamaré a los sacerdotes para apedrearla públicamente? ¿Callaré como un cornudo?
—No sé, puede ser verdad. ¿No tienes fe?, ¿no han dicho siempre los sacerdotes y los profetas que llegará alguien que nos sacará de la opresión romana? Tu hijo podría ser el Mesías.
–No es cuestión de fe, sino de amor. Yo la amo, y no sé por qué, si eso es cierto, Dios la eligió cuando ella es mi mujer. Amor. Necesidad innecesaria. No puedo permitir que la maten en las calles de Nazareth. La quiero aunque no la toque, porque a mi edad ya no necesito nada de eso que llaman abarraganamiento.
—No te preocupes, abuelo. Podría ser verdad, y si lo es te juro que yo ayudaría a tu hijo para librarnos de los malditos romanos. Adios, me tengo que ir.
Y el muchacho corrió hacia el huerto cercano.
—¡Oye! ¿cómo te llamas?
—Me llamo Judas, Judas de Iscariote—. Respondió a lo lejos una sonrisa.
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