Esta ruinosa humedad proviene de la selva,
de lágrimas vertidas en casa de una modista
que leía con ojos de melaza páginas lluviosas
de una novela victoriana.
La misma estropeada edición
pasó de mano en mano
las casas insomnes de la aldea
hasta hacerse paño de llanto,
lugar de encuentros de muchachas en botón
y severos boticarios.
No es una Morgue esta biblioteca,
esta bodega de libros de hombres desaparecidos
entre láminas borrosas y atriles de cedro.
Estos libros encontrados en una reventa de presagios
fueron acariciados por un clan
de lectores más fugaces que su tinta.
Lo sabe el librero que desempolva sus páginas,
lo repiten las huellas que sobreviven a sus dueños.
El volumen de Melville que huele a yodo
como todos los puertos del mundo,
lo encontró un cazalibros
en el mercado de ballenas de Valparaíso.
El agreste marinero dormirá su siesta
hasta que abras la casa flotante de su libro
y lo veas cojear entre velámenes y arneses,
capitán de un buque andrajoso
como un tugurio del mar.
Atraviesas las puertas del libro
y el feroz tripulante de sus miedos
que busca un blanco cetáceo entre la niebla,
vendrá vestido de bruma y de lamento.
Un lector fantasma subraya el paisaje.
A la memoria de Guillermo Martínez González
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