miércoles, diciembre 31, 2014

Esta noche como cada año

Esta noche como cada año se reunen Hipnos, Yohualtetzahuitl, Náay, Bes, Sandman, Cernumnos, Morfeo, Luzbel, Dios y otros, cada cual con sus huestes a prudente distancia. Estrépito de alas. Rayos. Blasfemias. Acostumbrados a influir y hasta apostar sobre los destinos de los humanos, esta noche dejarán que cada ser humano empiece un sueño. Se ríen, se enternecen, a veces discuten qué tan válido es ese deseo. Nos llaman ilusos. Ya después verán si se cuelan en sueños o pesadillas, en coincidencias y caminos.

martes, diciembre 30, 2014

Las uvas del tiempo - Andrés Eloy Blanco

Madre: esta noche se nos muere un año.
En esta ciudad grande, todos están de fiesta;
zambombas, serenatas, gritos, ¡ah, cómo gritan!;
claro, como todos tienen su madre cerca...
¡Yo estoy tan solo, madre,
tan solo!; pero miento, que ojalá lo estuviera;
estoy con tu recuerdo, y el recuerdo es un año
pasado que se queda.
Si vieras, si escucharas esta alboroto: hay hombres
vestidos de locura, con cacerolas viejas,
tambores de sartenes,
cencerros y cornetas;
el hálito canalla
de las mujeres ebrias;
el diablo, con diez latas prendidas en el rabo,
anda por esas calles inventando piruetas,
y por esta balumba en que da brincos
la gran ciudad histérica,
mi soledad y tu recuerdo, madre,
marchan como dos penas.

Esta es la noche en que todos se ponen
en los ojos la venda,
para olvidar que hay alguien cerrando un libro,
para no ver la periódica liquidación de cuentas,
donde van las partidas al Haber de la Muerte,
por lo que viene y por lo que se queda,
porque no lo sufrimos se ha perdido
y lo gozado ayer es una perdida.

Aquí es de la tradición que en esta noche,
cuando el reloj anuncia que el Año Nuevo llega,
todos los hombres coman, al compás de las horas,
las doce uvas de la Noche Vieja.
Pero aquí no se abrazan ni gritan: ¡FELIZ AÑO!,
como en los pueblos de mi tierra;
en este gozo hay menos caridad; la alegría
de cada cual va sola, y la tristeza
del que está al margen del tumulto acusa
lo inevitable de la casa ajena.

¡Oh nuestras plazas, donde van las gentes,
sin conocerse, con la buena nueva!
Las manos que se buscan con la efusión unánime
de ser hormigas de la misma cueva;
y al hombre que está solo, bajo un árbol,
le dicen cosas de honda fortaleza:
"¡Venid compadre, que las horas pasan;
pero aprendamos a pasar con ellas!"
Y el cañonazo en la Planicie,
y el himno nacional desde la iglesia,
y el amigo que viene a saludarnos:
"feliz año, señores", y los criados que llegan
a recibir en nuestros brazos
el amor de la casa buena.

Y el beso familiar a medianoche:
«La bendición, mi madre»
«Que el Señor la proteja...»
Y después, en el claro comedor, la familia
congregada para la cena,
con dos amigos íntimos, y tú, madre, a mi lado,
y mi padre, algo triste, presidiendo la mesa.
¡Madre, cómo son ácidas
las uvas de la ausencia!

¡Mi casona oriental! Aquella casa
con claustros coloniales, portón y enredaderas,
el molino de viento y los granados,
los grandes libros de la biblioteca
-mis libros preferidos: tres tomos con imágenes
que hablaban de los reinos de la Naturaleza-.
Al lado, el gran corral, donde parece
que hay dinero enterrado desde la Independencia;
el corral con guayabos y almendros,
el corral con peonías y cerezas
y el gran parral que daba todo el año
uvas más dulces que la miel de las abejas.

Bajo el parral hay un estanque;
un baño en ese estanque sabe a Grecia;
del verde artesonado, las uvas en racimos,
tan bajas, que del agua se podría cogerlas,
y mientras en los labios se desangra la uva,
los pies hacen saltar el agua fresca.

Cuando llegaba la sazón tenía
cada racimo un capuchón de tela,
para salvarlo de la gula
de las avispas negras,
y tenían entonces
una gracia invernal las uvas nuestras,
arrebujadas en sus talas blancas,
sordas a la canción de las abejas...

Y ahora, madre, que tan sólo tengo
las doce uvas de la Noche Vieja,
hoy que exprimo las uvas de los meses
sobre el recuerdo de la viña seca,
siento que toda la acidez del mundo
se está metiendo en ella,
porque tienen el ácido de lo que fue dulzura
las uvas de la ausencia.

Y ahora me pregunto:
Por qué razón estoy yo aquí? Que fuerza pudo
más que tu amor, que me llevaba
a la dulce aninomia de tu puerta?
¡Oh miserable vara que nos mides!
¡El Renombre, la Gloria..., pobre cosa pequeña!
¡Cuando dejé mi casa para buscar la Gloria,
cómo olvidé la Gloria que me dejaba en ella!

Y esta es la lucha ante los hombres malos
y ante las almas buenas;
yo soy un hombre a solas en busca de un camino.
Dónde hallaré camino mejor que la vereda
que a ti me lleva, madre; la verdad que corta
por los campos frutales, pintada de hojas secas,
siempre recién llovida,
con pájaros del trópico, con muchachas de la aldea,
hombres que dicen: "Buenos días, niño",
y el queso que me guardas siempre para merienda?
Esa es la Gloria, madre, para un hombre
que se llamó Fray Luis y era poeta.

¡Oh mi casa sin cítricos, mi casa donde puede
mi poesía andar como una reina!
Qué sabes tú de formas y doctrinas,
de metros y de escuela?
Tú eres mi madre, que me dices siempre
que son hermosos todos mis poemas;
para ti, soy grande; cuando dices mis versos,
yo no sé si los dices o los rezas...
¡Y mientras exprimimos en las uvas del Tiempo
toda una vida absurda, la promesa
de vernos otra vez se va alargando,
y el momento de irnos está cerca,
y no pensamos que se pierde todo!
¡Por eso en esta noche, mientras pasa la fiesta
y en la última uva libo la última gota
del año que se aleja,
pienso en que tienes todavía, madre,
retazos de carbón en la cabeza,
y ojos tan bellos que por mí regaron
su clara pleamar en tus ojeras,
y manos pulcras, y esbeltez de talle,
donde hay la gracia de la espiga nueva;
que eres hermosa, madre, todavía,
y yo estoy loco por estar de vuelta,
porque tú eres la Gloria de mis años
y no quiero volver cuando estés vieja!...

Uvas del Tiempo que mi ser escancia
en el recuerdo de la viña seca,
¡Cómo me pierdo, madre, en los caminos
hacia la devoción de tu vereda!
Y en esta algarabía de la ciudad borracha,
donde va mi emoción sin compañera,
mientras los hombres comen las uvas de los meses,
yo me acojo al recuerdo como un niño a una puerta.
Mi labio está bebiendo de tu seno,
que es el racimo de la parra buena,
el buen racimo que exprimí en el día
sin hora y sin reloj de mi inconsciencia.

Madre, esta noche se nos muere un año;
todos estos señores tienen su madre cerca,
y al lado mío mi tristeza muda
tiene el dolor de una muchacha muerta...
Y vino toda la acidez del mundo
a destilar sus doce gotas trémulas,
cuando cayeron sobre mi silencio
las doce uvas de la Noche Vieja.

lunes, diciembre 29, 2014

Amorosa - Guy de Maupassant

(Tomado de Ciudad Seva)

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Después de comer en su casa, Jacobo de Randal dio permiso al criado para salir, y se puso a despachar su correspondencia. Tenía costumbre de acabar así la última noche del año, solo, escribiendo; recordaba cuánto le había ocurrido en doce meses, todo lo acabado, todo lo muerto, y al surgir entre sus meditaciones la imagen de un amigo, escribía una frase afectuosa, el saludo cordial de Año Nuevo.

Se sentó, abrió un cajón y sacando una fotografía, después de mirarla y darle un beso, la dejó encima de la mesa y empezó una carta:

«Mi adorable Irene: Habrás recibido un recuerdo mío; ahora, solo en mi casa, pensando en ti...»

No pasó adelante; dejando la pluma, se levantó; iba y venia...

Desde marzo tenía una querida, no una querida como las otras, mujer de aventuras, actriz, callejera o mundana; era una mujer a la que había pretendido y logrado con verdadero amor. Él ya no era un joven; pero distando todavía de ser viejo, miraba seriamente las cosas a través de un prisma positivo y práctico.

«Hizo balance» de su pasión, como lo hacía siempre al terminar el año, de sus amistades y de todas las variaciones y sucesos de su existencia. Ya calmado su primer apasionamiento ardoroso, podía examinar con precisión hasta qué punto la quería y cuál podía ser el porvenir de aquellos amores. Descubrió arraigado en su alma un cariño profundo, mezcla de ternura, encanto y agradecimiento, poderosos lazos que sujetan para toda la vida.

Un campanillazo lo hizo estremecer. Dudó. ¿Abriría? Es preciso abrir a un desconocido, que al pasar llama en la noche de Año Nuevo. Cogió una bujía, salió al recibimiento, hizo girar la llave, trajo hacia sí la puerta... y vio en el descansillo a su querida, pálida como un cadáver y apoyando una mano en la pared. Sorprendido, preguntó:

-¿Qué te pasa?

Ella dijo:

-¿Puedo entrar?

-¡Ya lo creo!

-¿No me verá nadie?

-Absolutamente nadie.

-¿Ibas a salir?

-No.

Entró -como quien tiene muy conocida la casa- y desplomándose, casi desmayada, en el diván del gabinete, rompió a llorar, con la cara entre las manos. Él, arrodillado junto a ella, procuraba suavemente descubrir y ver sus ojos, repitiendo:

-Irene, Irene mía, ¿por qué lloras? Te lo suplico. ¡Dime por qué lloras!

La mujer balbució entre sollozos:

-¡No puedo... vivir así!

No la comprendía.

-¿Vivir así? ¿Cómo?

-No puedo vivir así... en mi casa. No quise decírtelo nunca, pero es horrible... No puedo... sufro demasiado... Me atormenta... ¡Me ha maltratado!...

-¿Tu marido?

-Sí...

-¡Ah!...

Lo sorprendió, porque no imaginaba -¡cómo imaginarlo!- que fuera brutal con su querida el marido; un hombre de finos modales, que frecuentaba el casino, la sala de armas, paseos y escenarios; jinete y tirador; muy conocido y estimado en sociedad, correcto y cortés; hombre de pocos alcances y de limitados conocimientos, pero con la inteligencia indispensable para discurrir como todas las gentes de su mundo y respetar las preocupaciones y rutinas elegantes.

Parecía ocuparse de su mujer como debe hacerlo un hombre acaudalado y aristócrata: atendiendo a sus caprichos, a su salud, a sus trajes y dejándola perfectamente libre. Desde que Randal fue presentado a Irene y ella le recibió con agrado, tuvo derecho a las deferencias que todo marido culto sabe guardar a los contertulios de su mujer. Cuando Randal pasó de ser amigo a ser amante, las deferencias del esposo aumentaron, como es natural. Y como nada le hizo sospechar que hubiese tempestades íntimas en aquel matrimonio, le sorprendía mucho esta revelación inesperada.

-¡Te ha maltratado! No llores y dime cómo fue.

Irene contó una historia muy larga: sus desavenencias, al principio triviales, más hondas de día en día, la incompatibilidad de sus temperamentos. Empezaron las disputas, acabando en una separación completa; el marido se mostró suspicaz, violento. Más adelante, celoso, celoso de Randal; y acababa de maltratarla.

-... No vuelvo a mi casa, no. Dime lo que debo hacer.

Jacobo se había sentado muy cerca, y le cogió las manos.

-Piénsalo mucho, y no lo hagas ciegamente; que todas las culpas caigan sobre tu marido; tú salva tu posición de mujer irreprochable.

Mirándolo con inquietud, Irene le preguntó:

-¿Qué me aconsejas?

-Vuelve a tu casa y sufre con resignación hasta encontrar un pretexto para separarte con todos los honores.

-¿No es algo cobarde tu consejo?

-Es prudente. No puedes arrojar por la ventana tu honra y las atenciones que debes a tu familia. ¡Qué dirán de ti si renuncias a todo en un momento de locura!

Irene se levantó excitada, violenta:

-No puedo más. Todo acabó. ¡Se acabó, se acabó y se acabó!

Luego, apoyando ambas manos en el pecho de su amante, lo miró a los ojos.

-¿Me quieres?

-Mucho.

-¿De veras?

-¡Tan de veras!

-Pues bien; viviremos juntos en tu casa.

Randal exclamó asombrado:

-¿En mi casa? ¿Conmigo? ¿Te has vuelto loca? ¿Comprometerte, deshonrarte para toda la vida?

Ella repuso lentamente, con seriedad, midiendo las palabras:

-Oye, Jacobo. Me ha prohibido que te vea. Yo no soy mujer de las que mienten y engañan. Si vuelvo a mi casa, no volveré más a la tuya. Elige.

-Si te divorciases, nos casaríamos.

-Sería necesario esperar dos o tres años... Tu cariño, ¿tiene tanta paciencia? ¿No se sublevaría en ese tiempo?

-Reflexiona. Si te quedas hoy aquí, mañana te reclamará; es tu marido: el derecho le asiste, le ampara la ley.

-No me interesa quedarme aquí, lo que yo quiero es ir contigo a cualquier parte. Si me quieres, vámonos a donde tú digas, y si no me quieres, adiós.

Jacobo la detuvo:

-Irene, ten calma.

Ella no quería oírle; con los ojos llenos de lágrimas, repetía:

-Déjame... déjame... déjame...

La hizo sentar a la fuerza y se arrodilló de nuevo a sus pies. Trató -acumulando reflexiones y consejos- de hacerle comprender lo irreparable de aquella resolución. Estuvo elocuente, y hasta en su mismo cariño halló argumentos convincentes. Le suplicó una y mil veces que le atendiera, que razonara como él, que no se ofuscase.

Fría, serena, cuando Jacobo calló, Irene dijo:

-Está bien; permite que me levante y que me vaya.

-No; eso, no.

-Déjame. Tú me rechazas, me voy

-Te vas pensando que no te quiero.

-Me rechazas.

-¡Dime si tu resolución, si tu loca resolución, de la cual te arrepentirás luego, es irrevocable!

-Sí... Pero ¡déjame!

-No; si estás decidida, mi casa es tu casa. Nos iremos lo antes posible a un lugar seguro; te acompañaré, te seguiré...

-No; no quiero que te sacrifiques. Comprendo... que te sacrificas.

-Espera; hice cuanto pude para convencerte; no quise contribuir a perjudicarte. Pero lo que tú hagas, yo lo acepto.

Irene volvió a sentarse, lo miró a los ojos fijamente y dijo:

-Habla; explícame cómo te convenciste cuando te proponías convencerme; dime lo que has pensado.

-No he pensado nada. Te advierto que haces una locura, una terrible y dolorosa locura. Insistes, y te pido mi parte; lo de cada uno debe ser de los dos: tu locura, como todo.

-Tampoco me convences.

-Óyeme bien. No se trata ni de sacrificio ni de abnegación. Cuando comprendí que te amaba, pensé lo que debieran pensar todos los amantes en situaciones parecidas: «El hombre que pretende a una mujer, que la enamora, que la consigue, contrae un sagrado compromiso. Naturalmente, cuando se trata de una como tú y no de una mujer fácil y casquivana. El matrimonio, que tiene mucha importancia social, un gran valor legal, a mi juicio, vale poco, moralmente, por las condiciones que lo determinan. Así, cuando una mujer sujeta por ese lazo jurídico, pero que no quiere a su esposo, que no puede quererle, cuyo corazón es libre, siente cariño por un hombre y se hace suya, ese hombre se compromete más en ese mutuo consentimiento que formalizando legalmente un matrimonio. Y si ella y él son personas honradas, la unión debe ser más íntima y estrecha que si la consagraran todas las ceremonias. En tales circunstancias, la mujer se arriesga mucho. Y, porque no lo ignora, porque lo da todo, su corazón, su cuerpo, su alma, su honor, su vida; porque se ha resignado a sufrir todas las miserias y todas las derrotas; porque realiza su amor heroicamente; porque se ha resuelto a desafiar las iras de su marido, que puede matarla, y el desprecio del mundo, que puede perderla, ¡es digna de respeto! Por eso también su amante, al pretenderla, debió pensarlo y prevenirlo todo, preferirla siempre a todo, en cualquier circunstancia. No tengo nada que añadir. Advertí primero, como un hombre prudente; ahora ya puedo hablar como un hombre apasionado. ¡Soy tuyo!

Radiante de alegría, Irene selló sus labios con un beso.

-Viviremos como siempre; no ha pasado nada: he fingido... Quise ver cuánto me querías... Una prueba muy arriesgada... Ya la hice... ¡Qué feliz Año Nuevo me ofreces!

viernes, diciembre 26, 2014

Batmán y Hiedra


Y creó la noche.
Y creó los grandes monstruos.
A nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; varón y hembra. 

                                        —Buscarás la epopeya con el sudor de tu frente.

Y les dio pesadillas.
Y soltó la carcajada.

martes, diciembre 23, 2014

Poema 12 - Oliverio Girondo

Se miran, se presienten, se desean,
se acarician, se besan, se desnudan,
se respiran, se acuestan, se olfatean,
se penetran, se chupan, se demudan,
se adormecen, se despiertan, se iluminan,
se codician, se palpan, se fascinan,
se mastican, se gustan, se babean,
se confunden, se acoplan, se disgregan,
se aletargan, fallecen, se reintegran,
se distienden, se enarcan, se menean,
se retuercen, se estiran, se caldean,
se estrangulan, se aprietan se estremecen,
se tantean, se juntan, desfallecen,
se repelen, se enervan, se apetecen,
se acometen, se enlazan, se entrechocan,
se agazapan, se apresan, se dislocan,
se perforan, se incrustan, se acribillan,
se remachan, se injertan, se atornillan,
se desmayan, reviven, resplandecen,
se contemplan, se inflaman, se enloquecen,
se derriten, se sueldan, se calcinan,
se desgarran, se muerden, se asesinan,
resucitan, se buscan, se refriegan,
se rehuyen, se evaden, y se entregan.

lunes, diciembre 22, 2014

Angustia desperdiciada - Italo Calvino

«Quisiera señalar el fin en mi vida de la “angustia desperdiciada”: nunca me he arrepentido tanto de algo como de tener preocupaciones individuales, anacrónicas en cierto sentido, mientras que las preocupaciones generales, preocupaciones sobre el tiempo (o en cualquier caso las que pueden reducirse a eso, como tu problema para pagar la renta, por ejemplo) son muchas y muy vastas y tan “de mí”, que siento que son suficientes para llenar mi “preocupabilidad” e incuso mi interés y mi gozo de vivir. Así que desde ahora quiero dedicarme por entero a estas últimas ―pero estoy consciente ya de las trampas de esta cuestión y por eso de un tiempo para acá mi primera necesidad ha sido “desperiodizarme”, quitarme la correa que ha dominado los últimos años de mi vida: leer libros y reseñarlos inmediatamente, comentar sobre algo incluso antes de tener tiempo para hacerme una opinión sobre ello. Quiero construirme una nueva forma de programa diario en la que finalmente pueda profundizar en algo, algo definitivo (dentro de los límites de las posibilidades históricas), algo ni deshonesto ni insincero (a diferencia de como son los periodistas de hoy en día, de una forma u otra). Por esa razón he hecho varios planes para mí mismo, para mantener contacto con la realidad y con el mundo, pero siendo cuidadoso, claro, de no perderme en actividades innecesarias, y también para crear mi propio trabajo individual no más como “periodista”, sino como “investigador”, con lecturas sistemáticas, notas, comentarios, cuadernos y una cantidad de cosas que nunca he hecho; y también para, eventualmente, escribir una novela.»

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jueves, diciembre 18, 2014

Habla y escritura - Modiano

¡Cómo se identifica uno con otras palabras, con ciertas visiones! Fragmento del discurso de Patrick Modiano al recibir el Premio Nobel de Literatura, 7 de diciembre de 2014.

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Esta es la primera vez que tengo que dar un discurso ante una gran asamblea y siento cierta aprensión. Algunos pueden sentirse tentados a creer que para un escritor, es natural y fácil disfrutar de este ejercicio. Pero para un escritor -o por lo menos un novelista- a menudo las relaciones son difíciles con el habla. Y si tenemos en cuenta la distinción académica entre lo escrito y oral, un novelista es mejor escribiendo que hablando. El escritor, que suele ser tranquilo, a la hora de entrar en un nuevo escenario debe mezclarse con la multitud. El escritor escucha conversaciones sin que se note, y si termina involucrado en éstas, es para hacer algunas preguntas discretas para entender mejor a mujeres y hombres. Tiene una voz vacilante, debido a su costumbre de destruir sus escritos. Por supuesto, después de múltiples tachaduras, su estilo puede parecer claro. Pero cuando habla, no tiene los recursos para corregir sus vacilaciones.

Y yo pertenezco a una generación en la que no nos dejaban hablar a los niños, excepto en raras ocasiones y si pedíamos permiso. Pero no nos escuchaban, y a menudo nuestro discurso fue interrumpido. Esto explica la dificultad de palabra de algunos de nosotros, nuestro ritmo a veces indeciso, o demasiado rápido, como si temiéramos cada instante la interrupción. Tal vez esa sea la razón por la que el deseo de escribir se apoderó de mí, como le sucede a muchos otros, al final de la niñez. Uno espera que los adultos lo lean. Se verían obligados a escuchar sin interrumpir y a saber de una vez por todas lo que uno tiene en el corazón.

El anuncio del premio parecía irreal y yo estaba ansioso por saber por qué fui elegido. Hasta ese día, creo que nunca me había percatado tan intensamente de cómo un novelista es ciego a sus propios libros y cómo los lectores saben mejor que él lo que él escribió. Un novelista nunca puede ser el protagonista, excepto para corregir los errores de sintaxis en sus manuscritos, o las repeticiones, o para eliminar un párrafo. Él tiene una representación confusa y parcial de sus libros, como un pintor ocupado haciendo un fresco en el techo: la mentira de los andamios, que funciona en detalle, demasiado cerca, cuando de otro lado, más lejos, hay una visión global de lo pintado.

Actividad solitaria y curiosa la del escritor. Pasa por momentos de desaliento al escribir las primeras páginas de una novela. Tiene todo el día el pálpito de que algo anda mal. Y a continuación, es grande la tentación de volver atrás y empezar de otra manera. El escritor no debe sucumbir a esta tentación, sino seguir la misma ruta. Es como estar al volante por la noche en invierno y seguir manejando en medio de la bruma y la nieve, sin visibilidad. Usted no tiene otra opción, no se puede dar marcha atrás. Debe seguir avanzando por el camino diciéndose que con el tiempo será más seguro y la niebla se disipará.

Cuando ya está a punto de terminar un libro, parece que la obra comienza a separarse de usted y usted, el escritor, ya respira el aire de la libertad, y empieza a parecerse a los niños en el salón de clases la víspera de los días festivos. Esos niños son ruidosos y distraídos y no escuchan a su maestro.
Yo diría que al escribir los últimos párrafos, el libro hasta empieza a demostrar cierta hostilidad en su prisa por deshacerse de usted. Y luego uno ha llegado a la última palabra. Se acabó, el libro ya no lo necesita a usted, él ya lo ha olvidado. En estos momentos un escritor se prueba a sí mismo. Tiene en ese momento un gran vacío y la sensación de ser abandonado. Y también una especie de insatisfacción debido a este vínculo entre el libro y él. Le puede parecer que todo ha ido demasiado rápido. Esta insatisfacción y esa sensación de algo inacabado lo empujará a escribir el próximo libro para restablecer el equilibrio —que nunca se alcanza. A medida que pasan los años, los libros siguen y lectores hablan de un "trabajo". Pero se tiene la sensación de que era sólo un largo vuelo hacia adelante.

Sí, el lector sabe más de un libro que el propio autor. Sucede entre una novela y su lector, un fenómeno similar a la del revelado de fotos, tal como se practicaba antes de la fotografía digital. En el momento de la impresión en el cuarto oscuro, la imagen se hace visible gradualmente. A medida que avanzamos en la lectura de una novela, tiene lugar el mismo proceso químico. El novelista nunca obliga a su lector —en el sentido de un cantante que se dice que fuerza su voz— pero lo conduce imperceptiblemente, dejando suficiente espacio para que se sumerja en el libro gradualmente. Es un arte que se asemeja a la acupuntura: al insertar la aguja en un lugar muy específico, el efecto se propaga a través del sistema nervioso.

miércoles, diciembre 10, 2014

Dicen que soy un payaso, que somos - Kierkegaard

"En un teatro se declaró un incendio en los bastidores. Salió el payaso a dar la noticia al público. Pero éste, creyendo que se trataba de un chiste, aplaudió. Repitió el payaso la noticia y el público aplaudió más aún. Así pienso que perecerá el mundo, bajo el júbilo general de cabezas alegres que creerán que se trata de un chiste”.

martes, diciembre 09, 2014

Amistad a lo largo - Jaime Gil de Biedma

Pasan lentos los días
y muchas veces estuvimos solos.
Pero luego hay momentos felices
para dejarse ser en amistad.

Mirad:
somos nosotros.

Un destino condujo diestramente
las horas, y brotó la compañía.
Llegaban noches. Al amor de ellas
nosotros encendíamos palabras,
las palabras que luego abandonamos
para subir a más:
empezamos a ser los compañeros
que se conocen
por encima de la voz o de la seña.
Ahora sí. Pueden alzarse
las gentiles palabras
—ésas que ya no dicen cosas—,
flotar ligeramente sobre el aire;
porque estamos nosotros enzarzados
en mundo, sarmentosos
de historia acumulada,
y está la compañía que formamos plena,
frondosa de presencias.
Detrás de cada uno
vela su casa, el campo, la distancia.

Pero callad.
Quiero deciros algo.
Sólo quiero deciros que estamos todos juntos.
A veces, al hablar, alguno olvida
su brazo sobre el mío,
y yo aunque esté callado doy las gracias,
porque hay paz en los cuerpos y en nosotros.
Quiero deciros cómo trajimos
nuestras vidas aquí, para contarlas.
Largamente, los unos con los otros
en el rincón hablamos, tantos meses!
que nos sabemos bien, y en el recuerdo
el júbilo es igual a la tristeza.
Para nosotros el dolor es tierno.

Ay el tiempo! Ya todo se comprende.



miércoles, diciembre 03, 2014

Estado de la nación: Casa tomada - Julio Cortázar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

—No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

—Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente.

—No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.


Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

lunes, diciembre 01, 2014

Epílogo - W. H. Auden

Los mundos ficticios e intemporales
de significado manifiesto
no deleitarían,

uno fuera el nuestro
uno temporal donde nada
eslo que parece.

.  .  .  

Un poema; un cuento:
pero cualquiera bueno
nos empuja a querer saber.

.  .  .

Sólo los pájaros poco melodiosos,
guerreros inarticulados,
necesitan un plumaje llamativo.

.  .  .
En una casa de citas, tanto
las damas como los caballeros
tienen motes únicamente.

.  .  .

El Mal enmudecido
tomó prestado el lenguaje del Bien
y a ruido lo redujo.

.  .  .

Un día triste y árido.
¿Qué falsedad pirata
ha decapitado tu raudal de Verdad?

.  .  .

En momentos afortunados parecemos a punto
de decir de veras lo que creemos que creemos: r
pero, incluso entonces, el ojo honrado debería guiñar.

.  .  .

La Naturaleza, consecuente y augusta,
no puede enseñarnos qué escribir o hacer:
con Ella lo real siempre es cierto,
y lo que es cierto también es justo.

.  .  .

El tiempo te ha enseñado
                                         cuanta inspiración
te aportaron tus vicios,
                                        la deuda de la imaginación
con la tentación
                                a la que cediste,
que más de un hermoso
                                          verso expresivo
no habría existido,
                                      si hubieras ofrecido resistencia:
como poeta, tú
                               sabes que es cierto,
y aunque en la Iglesia
                                            a veces rezas
para sentirte contrito,
                                             no funciona.
felix culpa, dices:
                                    igual tienes razón.

Esperas, sí,
                     que tus libros te justifiquen,
te salven del infierno:
                                            aun así,
sin parecer triste,
                                    sin que en modo alguno
dé la impresión de que te culpa
                                                             (no le hace falta,
bien sabe
                    a qué hace caso
un enamorado del arte como tú),
                                                              Dios puede hacer
el Día del Juicio,
                          que te deshagas en lágrimas de vergüenza,
recitando de memoria
                                              los poemas que
habrías escrito, si
                                    hubiera sido digna tu vida.



Versión de Eduardo Iriarte
"Canción de cuna y otros poemas"