martes, julio 26, 2016

Terpsícore

Las musas eran (son) Calíope, Clío, Erato, Euterpe, Melpómene, Polimnia, Talía, Urania y Terpsícore. Eran artes representacionales, propias de un tiempo y un espacio definidos: poesía (épica: Calíope; lírica: Erato; didáctica: Urania), teatro (tragedia: Melpomene; comedia: Talía) y música (Euterpe y Polimnia). Su fuerza, nos dice Jean-Luc Nancy en su libro Las musas, es “a la vez, de separación, aislamiento, intensificación y metamorfosis”.

Terpsícore es la musa de la danza y del canto coral. Es de las musas que no están quietas en los museos, válgase la expresión, o en los libros. En algunas versiones del mito griego incluso es la madre de las sirenas, esas que con la belleza de su canto embrujaban y hacían naufragar a quienes las oían, monstruos que quedaron en esa condición precisamente por haber osado competir con su voz contra las musas. Podríamos decir que Terpsícore da pie a la confrontación entre las artes, a la salvación y a la perdición, pero también a su hermanamiento.

El arte toca, mira, se hace oír, tiene un ritmo, elige. Al ser la danza poesía en su más amplia significación, un arte que apela a más de un sentido, y por su carácter efímero, resulta por lo menos difícil de entender que haya una sola musa —como mito— para esta actividad creadora, cuando para la literatura hay varias, aunque debemos reconocer que las llamadas artes plásticas no están regidas por alguna de ellas. La danza, como otras artes, es un fenómeno que surge de un espacio y un tiempo (el escenario, la representación que nos pone en comunión), y en su discurso polisensorial nos implica, nos transforma en la butaca y más allá. Nancy nos dice que “el arte-técnica mira, tiene miramientos con nuestra mirada, la mira y, de ese modo, hace acaecer en cuanto mirada”.

David Michael Levin es autor de uno de los pocos trabajos teóricos sobre la relación filosofía-danza. “Los filósofos y la danza” es un texto de 1973 y no hay muchas referencias o refutaciones recientes, en su caso —al menos no las he encontrado—, a su idea de que los filósofos no han aceptado la realidad sensual del cuerpo humano, el cual, consideran, “puede reducirse a, o ser generado por, o de alguna manera absorberse en, el funcionamiento de la mente”.

Levin considera que es el instrumento de la danza, el cuerpo humano, lo que ha causado que la filosofía de la danza haya avanzado menos que la de otras artes. “Los fundamentos religiosos y éticos de nuestra civilización occidental son primordialmente hostiles a las demandas vitales e intrínsecas del cuerpo humano”, y por ello “no creemos realmente en la sacralidad del cuerpo humano, tal como existe aquí y ahora en la tierra. O, dicho en términos más prácticos, no aceptamos del todo el cuerpo humano”.

Nancy complementa esta necesidad de lo sensual al equiparar el arte (las artes) con el sexo. El cuerpo en movimiento se nos presenta como instrumento de placer mutuo, con la pareja o el espectador, la posibilidad de ser de nuevo, ser nuevo: “la exactitud de un golpe, de una emoción, de una tensión, de un estremecimiento y de un salto a lo desconocido […] El amor consumado es aquel que no está saturado, saciado, sino que vuelve a ser deseo y eterno retorno del deseo. Deseo que goza al desear”.



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