sábado, mayo 30, 2015

Sirenas (1)

Una sirena en mi camino
me enseñó que mi destino
es naufragar y naufragar
(naufragar y naufragar).
Después me dijo Odiseo
que no hay que llegar primero
pero hay que saber llegar.


viernes, mayo 29, 2015

Costumbre, carisma y legalidad - Max Weber

"Existen tres tipos de justificaciones internas para fundamentar la legitimidad de una dominación. En primer lugar, la legitimidad del eterno ayer, de la costumbre consagrada por su inmemorial validez y por la consuetudinaria orientación de los hombres hacia su respeto. Es la legitimidad tradicional, como la que ejercían los patriarcas y los príncipes patrimoniales antiguos. En segundo término, la autoridad de la gracia (carisma) personal y extraordinaria, la entrega puramente personal y la confianza, igualmente personal, en la capacidad para las revelaciones, el heroísmo u otras cualidades de caudillo que un individuo posee. Es esta autoridad carismática la que detentaron los Profetas o, en el terreno político, los jefes guerreros elegidos, los gobernantes plebiscitarios, los grandes demagogos o los jefes de los partidos políticos. Tenemos, por último, una legitimidad basada en la “legalidad”, en la creencia en la validez de preceptos legales y en la competencia objetiva fundada sobre normas racionalmente creadas, es decir, en la orientación hacia la obediencia a las obligaciones legalmente establecidas; una dominación como la que ejercen el moderno “servidor público” y todos aquellos titulares del poder que se asemejan a él. Es evidente que, en la realidad, la obediencia de los súbditos está condicionada por muy poderosos motivos de temor y de esperanza (temor a la venganza del poderoso o de los poderes mágicos, esperanza de una recompensa terrena o ultraterrena)..."

El político y el científico

jueves, mayo 28, 2015

Schopenhauer

“Escuchar cómo filosofa una mente limitada es insoportable. Para ocultar entonces la carencia de pensamientos propios, algunos se construyen un imponente aparato de palabras largas y ensambladas, de giros intrincados, pasajes impredecibles, nuevas e inauditas expresiones, que todo junto forma una jerga en lo posible difícil y que suena a docta. Pero con todo eso no dicen nada; no se capta ningún pensamiento, uno no siente que se amplíe nuestro conocimiento, sino que sólo queda suspirar: ‘Oigo bien el tableteo del molino, pero no veo la harina’; o también, se ve con demasiada claridad qué pretensiones parcas, mediocres, superficiales y groseras se esconden tras el pomposo pedante.”

miércoles, mayo 27, 2015

Textos raros

—¡Ay, es que usted nos pone puros textos raros, profe!

No supe qué decir. Para mí son ejemplos de la mejor narrativa (Cortázar, Eco, Tario, Serna, Maupassant). ¿Raros? Nervioso, empecé a roer la pared del salón con mis minúsculos dientes, entre las risas de los alumnos. La escuela está en una vieja casa, y no tuve problemas en trar pedazos cada vez más grandes.

En cuanto el agujero estuvo suficientemente grande me escabullí por él.

Me buscaron unos días y ya después optaron por dejarme aquí, entre las paredes. De vez en cuando me arrojan algún libro y galletas.

Textos raros... ¡Pamplinas!

martes, mayo 26, 2015

La lengua, el poder, la fuerza (fragmento) - Umberto Eco

«La literatura pone en escena el lenguaje, trabaja sus intersticios, no se mide con los enunciados ya hechos, sino con el juego mismo del sujeto que enuncia, descubre la sal de las palabras. La literatura sabe muy bien que puede ser recuperada por la fuerza de la lengua, pero, justamente por esto, está pronta a abjurar, dice y reniega de lo que ha dicho, se obstina y se aleja con volubilidad, no destruye los signos, los hace jugar y juega con ellos. Que la literatura sea liberación del poder de la lengua depende de la naturaleza de este poder, y en este punto Barthes nos parece evasivo. Por otra parte, no sólo cita directamente a Foucault como amigo, sino también indirectamente en una especie de paráfrasis, al referirse, con unas pocas frases, a la «pluralidad» del poder. Y la noción de poder elaborada por Foucault es quizá la más convincente, si no la más provocadora, de cuantas circulan hoy. Noción que encontraremos, construida paso a paso, en toda su obra.

»La lengua es, ciertamente, coercitiva (me prohibe decir «yo queríamos un como», bajo pena de incomprensibilidad), pero su carácter coercitivo no depende de una decisión individual, ni de un centro desde donde irradian las reglas: es un producto social, nace como un aparato restrictivo justamente a causa del consenso de todos, cada uno es renuente a tener que observar la gramática, pero consiente en ello y pretende que los demás la observen porque ahí encuentra su beneficio.

»No sé si podría decirse que una lengua es un dispositivo de poder (incluso cuando a causa de su carácter sistemático es constitutiva de saber), pero es cierto que es un modelo del poder. Podríamos decir que, aparato semiótica por excelencia, o (como dirían los semiólogos rusos) sistema modelizante primario, la lengua es un modelo de aquellos otros sistemas semióticos que se establecen en las diversas culturas como dispositivos de poder, y de saber (sistemas modelizantes secundarios).

»Consideremos una lengua como un sistema de reglas: no sólo gramaticales, sino también de reglas de esas que hoy se denominan pragmáticas; por ejemplo, la regla de la conversación que estipula que a una pregunta se debe responder de manera pertinente, y quien la viola es considerado maleducado, idiota, provocador, o se cree que hace alusión a alguna otra cosa que no quiere decir. La literatura que hace trampas con la lengua se presenta como la actividad que disgrega las reglas y establece otras: provisionales, válidas en el ámbito de un solo discurso y de una sola corriente; y válidas sobre todo en el ámbito del laboratorio literario. Esto significa que Ionesco hace trampas con la lengua al hacer hablar a sus personajes como hablan, por ejemplo, en La cantante calva. Pero, si en las relaciones sociales todo el mundo hablara como la cantante calva, la sociedad se disgregaría. Obsérvese que no habría revolución lingüística, puesto que la revolución implica un derrocamiento de las relaciones de poder; un mundo que hablara como Ionesco no derrocaría nada, instauraría una especie de grado n (el opuesto de cero, un número indefinido) del comportamiento. Ni siquiera sería posible comprar el pan en la panadería.

»¿Cómo se defiende la lengua ante tal riesgo? Reconstruyendo, dice Barthes, una situación de poder frente a la propia violación, absorbiéndola (el anacoluto del artista se convierte en norma común). En lo que respecta a la sociedad, ésta defiende la lengua representando la literatura, que cuestiona la lengua, en lugares reservados. Esta es la razón de que en el lenguaje no haya nunca revolución: o es una ficción de revolución, en el escenario, donde todo está permitido, para volver luego a casa a) de modo normal; o es un movimiento infinitesimal de continua reforma. El esteticismo consiste en creer que el arte es la vida y la vida el arte, confundiendo las zonas. Engañándose.»

lunes, mayo 25, 2015

Saramago: Declaración Universal de los Deberes Ciudadanos (1998)

"Alguien no está cumpliendo con su deber. No lo están cumpliendo los gobiernos, ya sea porque no saben, ya sea porque no pueden, ya sea porque no quieren... O porque no se lo permiten aquellos que efectivamente gobiernan, las empresas multinacionales y pluricontinentales cuyo poder, absolutamente no democrático, ha reducido a una cáscara sin contenido lo que todavía quedaba del ideal de la democracia.

"Nosotros como ciudadanos tampoco estamos cumpliendo con nuestro deber. Nos fue propuesta una Declaración Universal de los Derechos Humanos, y con eso creímos que lo teniamos todo, sin darnos cuenta de que ningún derecho podrá subsistir sin la simetría de los deberes que le corresponden. El primer deber será exigir que esos derechos sean no sólo reconocidos sino también respetados y satisfechos... Tomemos entonces, nosotros, ciudadanos comunes, la palabra y la iniciativa. Con la misma vehemecia y la misma fuerza con que reivindicamos nuestros derechos, reivindiquemos también el deber de nuestros deberes. Tal vez así el mundo comience a ser un poco mejor."

domingo, mayo 24, 2015

Lenguas como llamaradas

«Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían,
posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a
hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería"»

Y antes:
«Será mejor que bajemos a confundir su idioma, para que ya no se entiendan entre ellos mismos.»

sábado, mayo 23, 2015

La noche boca arriba - Julio Cortázar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;

le llamaban la guerra florida.


A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

—Se va a caer de la cama —dijo el enfermo de la cama de al lado—. No brinque tanto, amigazo.

Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.

—Es la fiebre —dijo el de la cama de al lado—. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

viernes, mayo 22, 2015

Por esperanza, por impaciencia...

"Uno lee como ama, uno entra a la lectura como se enamora: por esperanza, por impaciencia. Bajo el efecto de un deseo, bajo el invencible error de ese deseo: conciliar el sueño en un único cuerpo, tocar el silencio con una sola frase..."

Christian Bobin

jueves, mayo 21, 2015

En la plaza de armas

Más que las migas, 
parece que las palomas perciben la melancolía 
de quienes estamos en las plazas. 

La comida es el pretexto para gorjear su apoyo. 
O, si nuestra historia lo merece, cagarnos.


miércoles, mayo 20, 2015

Acerca del vivir - Nazim Hikmet

El vivir no admite bromas.
Has de vivir con toda seriedad,
como una ardilla, por ejemplo;
es decir, sin esperar nada fuera y más allá del vivir;
es decir, toda tu tarea se resume en una palabra:
Vivir.
Has de tomar en serio el vivir.
Es decir, hasta tal punto y de tal manera
que aun teniendo los brazos atados a la espalda,
y la espalda pegada al paredón,
o bien llevando grandes gafas
y luciendo bata blanca en un laboratorio,
has de saber morir por los hombres.
Y además por hombres que quizás nunca viste,
y además sin que nadie te obligue a hacerlo,
y además sabiendo que la cosa más real y bella es
Vivir.
Es decir:
has de tomar tan en serio el vivir
que a los setenta años, por ejemplo,
si fuera necesario plantarías olivos
sin pensar que algún día serían para tus hijos;
debes hacerlo, amigo, debes hacerlo,
no porque, aunque la temas, no creas en la muerte,
sino porque vivir es tu tarea.

II
Sucede, por ejemplo,
que estamos muy enfermos;
que hemos de soportar una difícil operación;
que cabe la posibilidad
de que no volvemos a levantarnos de la blanca mesa.
Aunque sea imposible no sentir
la tristeza de partir antes de tiempo,
seguiremos riendo con el último chiste,
mirando por la ventana para ver
si el tiempo sigue lluvioso,
esperando con impaciencia
las últimas noticias de prensa.
Sucede, por ejemplo, que estamos en el frente,
por algo, por ejemplo, que vale la pena que se luche.
Nada más comenzar el ataque, al primer movimiento,
Puede caerse cara a tierra, y morir.
Todo esto hemos de aceptarlo con singular valor,
y a pesar de todo, preocuparnos apasionadamente
por esa guerra que puede durar años y años.
Sucede
que estamos en la cárcel.
Sucede
que nos acercamos
a los cincuenta años,
y que falten dieciocho más
para ver abrirse las puertos de hierro.
Sin embargo, hemos de seguir viviendo con los de fuera,
con los hombres, los animales, los conflictos y los vientos,
es decir, con todo el mundo exterior que se halla
tras el muro de nuestros sufrimientos;
es decir: estemos donde estemos
hemos de vivir
como si nunca hubiésemos de morir.

III
Se enfriará este mundo,
una estrella entre las estrellas;
por otra parte una de las más pequeñas del universo,
es decir, una gota brillante en el terciopelo azul,
es decir, este inmenso mundo nuestro.
Se enfriará este mundo un día,
algún día se deslizará
en la ciega tiniebla del infinito
-no como una bola de nieve,
no como una nube muerta-,
como una nuez vacía.
Desde ahora mismo se ha de sufrir por todo esto,
ha de sentirse su tristeza desde ahora,
tanto ha de amarse el mundo en todo instante,
se le ha de amar tan conscientemente
que se pueda decir: He vivido.

lunes, mayo 18, 2015

Cabalgata dominical - Óscar Collazos (1942-2015)

Después de la primera rechifla, el Presidente enrojeció. La escolta lo rodeó: todos llevaron sus manos a la cintura. Ahí estaban las pistolas ametralladoras. Un piquete de policías cubrió la retaguardia. La cabeza del Presidente sudaba debajo de su sombrero inglés: traje oscuro, corbata vinotinto, camisa blanca, chaleco. El discreto corte de una generación. Con mesura, sustituyeron el corbatín por la corbata, el sombrero de copa y el paraguas fueron desapareciendo como símbolos de elegancia. El barroquismo que heredaron de la Inglaterra que formó a sus abuelos ha sido reemplazado por la sobriedad de una Norteamérica que se resiste al adorno: brutal, carnal, directa, hasta en el más espantoso de sus crímenes. Este hombre de sesenta años sabe lo que hace. «La patria por encima de los partidos», podría repetir. Y que nadie se venga a cagar en la Patria ni en sus partidos. Con temple, con una gallardía propia de su generación: a su turno, también ellos conspiraron. Crearon sus células y alrededor de ellas el rojo legendario de un partido perseguido, masacrado en la legalidad. Hoy, los tiempos han cambiado: ahora ellos son la legalidad y es lo que, hoy, entrando a la universidad, tiene presente el Presidente. En menos de un minuto, está en su auto blindado. El Mercedes Benz sale por la avenida más cercana, mientras atrás queda la rechifla, cuerpos heridos revolcándose por el suelo, el pelotón que avanza, los fusiles que disparan, los gritos que aturden el espacio, las piedras rasgando el aire de la tarde. Este aire frío de siempre. Esta ciudad gris de siempre. Estos discretos hombres del poder; estos hijos de puta de siempre.

Y después de todo —decían— no es el momento ni la hora: es el instante de los sueños: miren cómo cae la tarde y se desploman los techos. Chóquense las manos, frótense los labios, masajéense los vientres cuando en los solarios se abran las puertas para las diversiones decadentes. No es el momento —decían—: almuercen a las dos de la tarde con aperitivos españoles, afinen ese verso, denle estructura unitaria a la novela, esqueleto y apoyatura a ese lindo cuento que terminan, como si nada pasara. Recuerden la nostalgia: todas las nostalgias acumuladas. Bébanse este vaso de gin y —si es posible— convengan una cita que podrá ser madrugada, para que se hagan las paces en algún hotel de lujo, en una playa catalana. Olviden el pasado, las querellas, los enfrentamientos, las vísceras maltrechas, las dormidas precipitadas, los rencores, las amarguras insensatas: volvamos a ser Uno y felices. Porque, después de todo: digámoslo de una vez por todas. ¿Para qué tantas ceremonias? ¿Para olvidar a ese muchacho de medicina asesinado en pleno día? ¿Para nuestros masacrados, tantas ceremonias?

domingo, mayo 17, 2015

Día Internacional de los Museos

Cada quien su museo:
Este fin de semana el centro de la ciudad se ha llenado de pintas en la banqueta y de estatuas de cera recorriendo sus calles: nos miran con curiosidad, buscan una cédula que explique con qué técnica nos hicieron, a qué escuela artística (o no) pertenecemos.

"Perro congelado en carbonita"
Museo Othoniano
"Extraterrestre avistado en la Huasteca"
Museo Regional

sábado, mayo 16, 2015

El buen ejemplo - Vicente Riva Palacio

Si yo afirmara que he visto lo que voy a referir, no faltaría, sin duda, persona que dijese que eso no era verdad; y tendría razón, que no lo vi, pero lo creo, porque me lo contó una señora anciana, refiriéndose a personas a quienes daba mucho crédito y que decían haberlo oído de quien llevaba amistad con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de certidumbre bien puede darse fe a la siguiente narración:

En la parte sur de la República Mexicana, y en las vertientes de la Sierra Madre, que van a perderse en las aguas del Pacífico, hay un pueblecito como son en lo general todos aquellos: casitas blancas cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se refugian de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que le prestan enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes platanares y gigantescos cedros. El agua en pequeños arroyuelos cruza retozando por todas las callejuelas, y ocultándose a veces entre macizos de flores y de verdura. 

En ese pueblo había una escuela, y debe haberla todavía; pero entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy bien querido por todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires necesitan los maestros de escuela de los pueblos! 

En esa escuela, siguiendo tradicionales costumbres y uso general en aquellos tiempos, el estudio para los muchachos era una especie de orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante monotonía, en coro se estudiaban y en coro se cantaban lo mismo las letras y las sílabas que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar. 

Don Lucas soportaba con heroica resignación aquella ópera diaria, y había veces que los chicos, entusiasmados, gritaban a cual más y mejor; y era de ver entonces la estupidez amoldando las facciones de la simpática y honrada cara de don Lucas. 

Daban las cinco de la tarde; los chicos salían escapados de la escuela, tirando pedradas, coleando perros y dando gritos y silbidos, pero ya fuera de las aguas jurisdiccionales de don Lucas, que los miraba alejarse, como diría un novelista, trémulo de satisfacción. 

Entonces don Lucas se pertenecía a sí mismo; sacaba a la calle una gran butaca de mimbre; un criadito le traía una taza de chocolate acompañada de una gran torta de pan, y don Lucas, disfrutando del fresco de la tarde y recibiendo en su calva frente el vientecillo perfumado que llegaba de los bosques, como para consolar a los vecinos de las fatigas del día, comenzaba a despachar su modesta merienda, partiéndola cariñosamente con su loro. 

Porque don Lucas tenía un loro que era, como se dice hoy, su debilidad, y que estaba siempre en una percha a la puerta de la escuela a respetable altura para escapar de los muchachos, y al abrigo del sol por un pequeño cobertizo de hojas de palma. Aquel loro y don Lucas se entendían perfectamente. Raras veces mezclaba sus palabras más o menos bien aprendidas, con los cantos de los chicos, ni aumentaba la algazara con los gritos estridentes y desentonados que había aprendido en el hogar materno. 

Pero cuando la escuela quedaba desierta y don Lucas salía a tomar su chocolate, entonces aquellos dos amigos daban expansión libre a todos sus afectos. El loro recorría la percha de arriba abajo, diciendo cuanto sabía y cuanto no sabía; restregaba con satisfacción su pico en ella, y se colgaba de las patas, cabeza abajo, para recibir la sopa de pan con chocolate que con paternal cariño le llevaba don Lucas. 

Y esto pasaba todas las tardes. 

Transcurrieron así varios años, y don Lucas llegó a tener tal confianza en su querido Perico, como le llamaban los muchachos, que ni le cortaba las alas ni cuidaba de ponerle calza. 

Una mañana, serían como las diez, uno de los chicos que casualmente estaba fuera de la escuela, gritó espantado: “Señor maestro, que se vuela Perico”. Oír esto y lanzarse en precipitado tumulto a la puerta maestro y discípulos, fue todo uno; y, en efecto, a lo lejos, como un grano de esmalte verde herido por los rayos del sol, se veía al ingrato esforzando su vuelo para ganar cuanto antes refugio en el cercano bosque. 

Como toda persecución era imposible, porque ni aun teniendo la filiación del prófugo podría habérsele distinguido entre la multitud de loros que pueblan aquellos bosques, don Lucas, lanzando de lo hondo de su pecho un “sea por Dios”, volvió a ocupar su asiento, y las tareas escolares continuaron como si no acabara de pasar aquel terrible acontecimiento. 

Transcurrieron varios meses, y don Lucas, que había echado al olvido la ingratitud de Perico, tuvo necesidad de emprender un viaje a uno de los pueblos circunvecinos, aprovechando unas vacaciones. 

Muy de madrugada ensilló su caballo, tomó un ligero desayuno y salió del pueblo, despidiéndose muy cortésmente de los pocos vecinos que por las calles encontraba. En aquel país, pueblos cercanos son aquellos que sólo están separados por una distancia de doce o catorce leguas, y don Lucas necesitaba caminar la mayor parte del día. 

Eran las dos de la tarde; el sol derramaba torrentes de fuego; ni el viento más ligero agitaba los penachos de las palmas que se dibujaban sobre un cielo azul con la inmovilidad de un árbol de hierro. Los pájaros enmudecían ocultos entre el follaje, y sólo las cigarras cantaban tenazmente en medio de aquel terrible silencio a la mitad del día. 

El caballo de don Lucas avanzaba haciendo sonar el acompasado golpeo de sus pisadas con la monotonía del volante de un reloj. 

Repentinamente don Lucas creyó oír a lo lejos el canto de los niños de la escuela cuando estudiaban las letras y las sílabas. 

Al principio aquello le pareció una alucinación producida por el calor, como esas músicas y esas campanadas que en el primer instante creen oír los que sufren un vértigo; pero, a medida que avanzaba, aquellos cantos iban siendo más claros y más perceptibles; aquello era una escuela en medio del bosque desierto. 

Detúvose asombrado y temeroso, cuando de los árboles cercanos se desprendió, tomando vuelo, una bandada de loros que iban cantando acompasadamente ba, be, bi, bo, bu; la, le, li, lo, lu; y tras ellos, volando majestuosamente un loro que, al pasar cerca del espantado maestro, volvió la cabeza diciéndole alegremente: 

“¡Don Lucas, ya tengo escuela1” 

Desde esa época los loros de aquella comarca, adelantándose a su siglo, han visto disiparse las sombras del oscurantismo y la ignorancia.

viernes, mayo 15, 2015

Carta de Alfonso Reyes a Emmanuel Carballo (1959)

«Querido Emmanuel Carballo: Permítame que objete aquí algunas de sus recientes afirmaciones. Dice usted que José Vasconcelos y yo ya no entendemos a los jóvenes, ni ellos, 'atolondrados', nos entienden. Voy por mi cuenta, y a esta carta vamos a llamarle la Carta de las Entendederas.
»¿Verdad, muchachos, que ustedes me entienden, aunque no siempre les parezca muy a la moda el confesarlo? ¿Verdad, muchachos que yo si los entiendo a ustedes? Pero, puesto que de entender se trata, entendámonos: Yo no entiendo a todos los muchachos, así como tampoco entiendo a todos los adultos ni a todos los viejos. Y entendámonos todavía mejor: ¿por qué no usar las palabras en su sentido recto y directo? Aquí no se trata de entender, sino de gustar: no me gustan todos los muchachos (¡ni siquiera todas las muchachas!), como tampoco me gustan todos los adultos ni todos los viejos... Aquí no cuenta la edad sino la calidad. De modo general, los muchachos tienen mi simpatía por aquello de que prometen, mientras vemos si cumplen, y porque suelen traer novedades, y sobre todo cuando ellos mismos no se dan cuenta, cuando no lo hacen forzados por el afán de originalidad.
»Yo también fui joven. Yo también vi tambalearse a los viejos, a veces, con sincera amargura, pensando en lo que un día me esperaba... Pero, sea como fuere, todos ustedes llegarán a viejos un día, entiéndanlo o no lo entiendan. Y 'allá los espero en lagua, como dijera el arriero, y ya verán a lo que sabe... Con que, caro Emmanuel, salud y buenas entendederas. Y si es que alguien no lo entiende, haga lo que yo y no se dé usted por entendido, que a mi entender es lo preferible. Y yo con usted sé que me entiendo, y todos en paz. Siempre suyo, Alfonso Reyes.»
(tomado de El Regio)

jueves, mayo 14, 2015

Julio sobre Roque

"Roque es para mí el ejemplo muy poco frecuente de un hombre en quien la capacidad literaria, 
la capacidad poética se dan desde muy joven mezcladas o conjuntamente con un profundo sentimiento de connaturalidad con su propio pueblo, con su historia y su destino".
Julio Cortázar

miércoles, mayo 13, 2015

gotitas

Alexandro Roque

*
Quise escribir sobre la lluvia
pero escribí debajo de ella.

*
Llámenme Ismael,
decía la voz desde el vientre del pez.

*
La lluvia ya me tiene bien escamado.

*
Calles de mi pueblo tras la lluvia:
espejos inmensos para la multitud de narcisos.

*
Y yo que me la lluvia al río
creyendo que era sirena...

*
Es como leer y no mojarse.

*
Y cuando despertó,
seguían cayendo las lágrimas del replicante.

*
Piratas que navegan los siete barrios.

*
Gota a gota la lluvia escribe un texto invisible:
la calle es una maquina de escribir.

*
Algunos ven el vaso medio vacío, otros medio lleno:
igual hacen una tormenta en él en lugar de salir a mojarse.


martes, mayo 12, 2015

Lecturas pasadas por agua

"Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondria me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano..."

(Herman Melville, Moby Dick)

* * * * * 

"1:15 Y tomaron a Jonás, y lo echaron al mar; y el mar se aquietó de su furor.
1:16 Y temieron aquellos hombres a Jehová con gran temor, y ofrecieron sacrificio a Jehová, e hicieron votos.
1:17 Pero Jehová tenía preparado un gran pez que tragase a Jonás; y estuvo Jonás en el vientre del pez tres días y tres noches.

Capítulo 2 Oración de Jonás
2:1 Entonces oró Jonás a Jehová su Dios desde el vientre del pez,
2:2 y dijo:
Invoqué en mi angustia a Jehová, y él me oyó;
Desde el seno del Seol clamé,
Y mi voz oíste.
2:3 Me echaste a lo profundo, en medio de los mares,
Y me rodeó la corriente;
Todas tus ondas y tus olas pasaron sobre mí.
2:4 Entonces dije: Desechado soy de delante de tus ojos;
Mas aún veré tu santo templo.
2:5 Las aguas me rodearon hasta el alma,
Rodeóme el abismo;
El alga se enredó a mi cabeza.
2:6 Descendí a los cimientos de los montes;
La tierra echó sus cerrojos sobre mí para siempre;
Mas tú sacaste mi vida de la sepultura, oh Jehová Dios mío.
2:7 Cuando mi alma desfallecía en mí, me acordé de Jehová,
Y mi oración llegó hasta ti en tu santo templo.
2:8 Los que siguen vanidades ilusorias,
Su misericordia abandonan.
2:9 Mas yo con voz de alabanza te ofreceré sacrificios;
Pagaré lo que prometí.
La salvación es de Jehová.

2:10 Y mandó Jehová al pez, y vomitó a Jonás en tierra.

(La Biblia)

* * * * * 

Bababadalgharaghtakamminarronnkonnbronntonnerrnn- tuonnthunntrovarrhounawnskawntoohoohoordenenthurnuk!

(James Joyce, Finnegan's Wake)

* * * * *

Bruscamente la tarde se ha aclarado
porque ya cae la lluvia minuciosa.
Cae o cayó. La lluvia es una cosa
que sin duda sucede en el pasado.

Quien la oye caer ha recobrado
el tiempo en que la suerte venturosa
le reveló una flor llamada rosa
y el curioso color del colorado.

Esta lluvia que ciega los cristales
alegrará en perdidos arrabales
las negras uvas de una parra en cierto

patio que ya no existe. La mojada
tarde me trae la voz, la voz deseada,
de mi padre que vuelve y que no ha muerto.

Jorge Luis Borges, La lluvia)


domingo, mayo 10, 2015

Madrecitas narrativas

*
En la Ruana, cuando sintió que ya me andaba por salir de la placenta, montó en su escoba y se regresó a San Luis Potosí. Nací el día quinto del décimo mes mediante certero tajo en el bajo vientre, el primero de cuatro, en la clínica del ISSSTE (la cuarta cesarea hizo que a mi hermano lo nombraran César). Regresó (conmigo) a la Ruana a enfrentar un alacrán por mí: ya estaba sobre la cama, iba hacia el recién nacido...

* Loop:
Internada, llevaron una ouija a su cuarto y el extraño aparato le pronosticó que nacería una niña. Mi madre me esperaba y era el año de 1971. El mismo aparato pronosticó que yo moriría en 1992.
Hoy espero nacer y ver mi sexo.

*
Ella perdió a su hijo: médico, recién casado, el único varón. Y nunca pudo reponerse. Un problema en el corazón lo dejó en el quirófano, aunque decían que era una operación de rutina.
Nunca pudo perdonar a los médicos ni a la humanidad.
De pronto dejó de llamar a casa.

(más en wordpress)




Pink Floyd - Mother (The Wall)

viernes, mayo 08, 2015

chat

—Con quién hablas?
—Con nadie, amor.
—...
—?
—Aquí apareces como conectado.
—¿Cómo podría? ¡Ni siquiera estoy vivo, mi vida!

domingo, mayo 03, 2015

Un nudo de lenguaje... - Michel Foucault

«Tengo la impresión, si se quiere, de que en nosotros la posibilidad de hablar y la de estar loco son, en un aspecto muy fundamental, contemporáneas y como gemelas; la impresión de que abren, bajo nuestros pasos, la más peligrosa pero acaso también la más maravillosa o la más insistente de nuestras libertades.

»En el fondo, aun cuando todos los hombres del mundo fueran razonables, siempre existiría además la posibilidad de atravesar el mundo de nuestros signos, el mundo de nuestras palabras, de nuestro lenguaje, de enturbiar su sentido más familiar y, por el mero y maravilloso fluir de unas cuantas palabras que se entrechocan, poner el mundo al revés.

»Todo hombre que habla se sirve, al menos en secreto, de la absoluta libertad de estar loco; y, a la inversa, todo hombre que está loco y que parece, por eso mismo, haber llegado a ser completamente ajeno a la lengua de los hombres, pues bien, creo que ese hombre también está preso en el universo cerrado del lenguaje.

»Hoy también se sabe que el cuerpo, el cuerpo mismo, es como un nudo de lenguaje. Ese profundo
oyente que era Freud comprendió a las claras que nuestro cuerpo, mucho más, en el fondo, que
nuestra mente, era un hacedor de ocurrencias, una suerte de maestro artesano de metáforas, y que se valía de todos los recursos, todas las riquezas, todas las pobrezas de nuestro lenguaje. Se sabe que una histérica paralizada, si se deja caer cuando la ponen de pie, lo hace porque, desde el fondo de su existencia, tiene la sensación de estar condenada a la caída desde que un día alguien, como suele decirse, la hizo caer en la trampa para luego dejarla. Pero se expresa con su cuerpo.

»Entonces, si nos cuesta comunicarnos con los locos, no es sin duda porque no hablan, sino tal vez
porque, justamente, hablan demasiado, con un lenguaje sobrecargado, en una especie de profusión
tropical de los signos en la que se confunden todos los caminos del mundo.»

(De La Gran extranjera. Para pensar la literatura)

viernes, mayo 01, 2015

Obrero del verbo - Yannis Ritsos

Trabajó durante toda su vida,
sin reposo, ardiente y exaltado, casi seguro
de la inmortalidad
—la suya, por supuesto, en primer término.
Hasta que una noche
el viento sopla de repente.
La puerta se cierra con estrépito.
Él ve las estatuas caer
y golpearse las narices contra el suelo, y comprende.
Las palabras que él había escrito con tanto celo por años
y por años,
se habían endurecido.
Las sentía bajo sus dedos
como la pelambre seca y neutra de una bestia muerta. Sin
embargo, continuó su trabajo como de costumbre,
hasta confundir la muerte y la inmortalidad,
la embriaguez y el olvido.
Pero llegó a poner en claro
lo que es exactamente el trabajo entre la futilidad
y el orgullo.
El sonoro vaivén del péndulo
tenía la resonancia de un tambor en la noche,
como si ritmara una marcha de soldados somnolientos
entre dos batallas.