miércoles, junio 10, 2015

Gruñidos

A mediodía, el camión urbano huele a humanidad. Los jóvenes que van a la secundaria, al turno vespertino, no se quitan las mochilas de la espalda, ojalá con ese volumen de voz leyeran en la escuela; una señora ocupa doble asiento con sus bolsas del mandado y no falta el que pone en su celular algún tipo de música (regularmente de dudosa calidad) a todo volumen. Raro es el día que hay asientos y hoy es uno de esos, aunque se mueve cada vez que la señora que va detrás de mí apoya su brazo para ver si ya llegó a su destino.

Las ventanas abiertas y ni una brizna de viento. Sudo. Alguien hace ruidos extraños, pero no alcanzo a distinguir bien dónde. No falta el tipo que se siente muy macho abriendo las piernas y se hace el dormido cuando alguien se quiere sentar, pero no es él ni el chamado de las bachatas horripilantes (¿por qué nadie les dice nunca nada?). Unos asientos adelante va un niño, y a su lado una anciana. El niño tiene casi voz de adulto, y se alborota cuando pasa un camión cerca. Los ojos le brillan y emite gruñidos que casi suenan a risa, o rumores de algún chiste que nadie alcanza a entender. Le habla al vidrio, casi pega su boca. La abuela (supongo que eso es: la clásica historia del niño con problemas que se deja al cuidado de la mamá de la mamá) mira al frente, sin parpadear. Sus trenzas blancas se mueven al ritmo del urbano, bailan en los baches y en los adoquines.

El niño traza figuras en los vidrios y empieza a gruñir más fuerte. La abuela al fin se mueve, se acomoda el rebozo y trata de calmarlo, sin resultados. El niño va en su historia, en las historias que se le ocurren al ver por la ventana. Las dicta a un público que no lo entiende pero no cesa su entusiasmo.

De pronto, el sobresalto: así era yo. No lo recordaba, de veras. Me gustaba viajar en la cajuela, y no importaba lo que iba haciendo la familia sino lo que viajaba afuera. Nadie entendía mis odiseas, las historias que surgían cuando íbamos en trayecto, cuando veía a las personas en otros vehículos, cuando las veía sonreír y se topaban nuestras miradas en los semáforos en rojo.

Se paran abuela y niño, una cuadra antes de bajarse. Al pasar junto a mí me gruñe.

Devuelvo el gruñido y... me miro en el vidrio... saco un libro de mi mochila y me refugio en él...

Gruño desconsolado. ¿Cómo pude olvidarlo?

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