sábado, mayo 16, 2015

El buen ejemplo - Vicente Riva Palacio

Si yo afirmara que he visto lo que voy a referir, no faltaría, sin duda, persona que dijese que eso no era verdad; y tendría razón, que no lo vi, pero lo creo, porque me lo contó una señora anciana, refiriéndose a personas a quienes daba mucho crédito y que decían haberlo oído de quien llevaba amistad con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de certidumbre bien puede darse fe a la siguiente narración:

En la parte sur de la República Mexicana, y en las vertientes de la Sierra Madre, que van a perderse en las aguas del Pacífico, hay un pueblecito como son en lo general todos aquellos: casitas blancas cubiertas de encendidas tejas o de brillantes hojas de palmera, que se refugian de los ardientes rayos del sol tropical a la fresca sombra que le prestan enhiestos cocoteros, copudos tamarindos y crujientes platanares y gigantescos cedros. El agua en pequeños arroyuelos cruza retozando por todas las callejuelas, y ocultándose a veces entre macizos de flores y de verdura. 

En ese pueblo había una escuela, y debe haberla todavía; pero entonces la gobernaba don Lucas Forcida, personaje muy bien querido por todos los vecinos. Jamás faltaba a las horas de costumbre al cumplimiento de su pesada obligación. ¡Qué vocaciones de mártires necesitan los maestros de escuela de los pueblos! 

En esa escuela, siguiendo tradicionales costumbres y uso general en aquellos tiempos, el estudio para los muchachos era una especie de orfeón, y en diferentes tonos, pero siempre con desesperante monotonía, en coro se estudiaban y en coro se cantaban lo mismo las letras y las sílabas que la doctrina cristiana o la tabla de multiplicar. 

Don Lucas soportaba con heroica resignación aquella ópera diaria, y había veces que los chicos, entusiasmados, gritaban a cual más y mejor; y era de ver entonces la estupidez amoldando las facciones de la simpática y honrada cara de don Lucas. 

Daban las cinco de la tarde; los chicos salían escapados de la escuela, tirando pedradas, coleando perros y dando gritos y silbidos, pero ya fuera de las aguas jurisdiccionales de don Lucas, que los miraba alejarse, como diría un novelista, trémulo de satisfacción. 

Entonces don Lucas se pertenecía a sí mismo; sacaba a la calle una gran butaca de mimbre; un criadito le traía una taza de chocolate acompañada de una gran torta de pan, y don Lucas, disfrutando del fresco de la tarde y recibiendo en su calva frente el vientecillo perfumado que llegaba de los bosques, como para consolar a los vecinos de las fatigas del día, comenzaba a despachar su modesta merienda, partiéndola cariñosamente con su loro. 

Porque don Lucas tenía un loro que era, como se dice hoy, su debilidad, y que estaba siempre en una percha a la puerta de la escuela a respetable altura para escapar de los muchachos, y al abrigo del sol por un pequeño cobertizo de hojas de palma. Aquel loro y don Lucas se entendían perfectamente. Raras veces mezclaba sus palabras más o menos bien aprendidas, con los cantos de los chicos, ni aumentaba la algazara con los gritos estridentes y desentonados que había aprendido en el hogar materno. 

Pero cuando la escuela quedaba desierta y don Lucas salía a tomar su chocolate, entonces aquellos dos amigos daban expansión libre a todos sus afectos. El loro recorría la percha de arriba abajo, diciendo cuanto sabía y cuanto no sabía; restregaba con satisfacción su pico en ella, y se colgaba de las patas, cabeza abajo, para recibir la sopa de pan con chocolate que con paternal cariño le llevaba don Lucas. 

Y esto pasaba todas las tardes. 

Transcurrieron así varios años, y don Lucas llegó a tener tal confianza en su querido Perico, como le llamaban los muchachos, que ni le cortaba las alas ni cuidaba de ponerle calza. 

Una mañana, serían como las diez, uno de los chicos que casualmente estaba fuera de la escuela, gritó espantado: “Señor maestro, que se vuela Perico”. Oír esto y lanzarse en precipitado tumulto a la puerta maestro y discípulos, fue todo uno; y, en efecto, a lo lejos, como un grano de esmalte verde herido por los rayos del sol, se veía al ingrato esforzando su vuelo para ganar cuanto antes refugio en el cercano bosque. 

Como toda persecución era imposible, porque ni aun teniendo la filiación del prófugo podría habérsele distinguido entre la multitud de loros que pueblan aquellos bosques, don Lucas, lanzando de lo hondo de su pecho un “sea por Dios”, volvió a ocupar su asiento, y las tareas escolares continuaron como si no acabara de pasar aquel terrible acontecimiento. 

Transcurrieron varios meses, y don Lucas, que había echado al olvido la ingratitud de Perico, tuvo necesidad de emprender un viaje a uno de los pueblos circunvecinos, aprovechando unas vacaciones. 

Muy de madrugada ensilló su caballo, tomó un ligero desayuno y salió del pueblo, despidiéndose muy cortésmente de los pocos vecinos que por las calles encontraba. En aquel país, pueblos cercanos son aquellos que sólo están separados por una distancia de doce o catorce leguas, y don Lucas necesitaba caminar la mayor parte del día. 

Eran las dos de la tarde; el sol derramaba torrentes de fuego; ni el viento más ligero agitaba los penachos de las palmas que se dibujaban sobre un cielo azul con la inmovilidad de un árbol de hierro. Los pájaros enmudecían ocultos entre el follaje, y sólo las cigarras cantaban tenazmente en medio de aquel terrible silencio a la mitad del día. 

El caballo de don Lucas avanzaba haciendo sonar el acompasado golpeo de sus pisadas con la monotonía del volante de un reloj. 

Repentinamente don Lucas creyó oír a lo lejos el canto de los niños de la escuela cuando estudiaban las letras y las sílabas. 

Al principio aquello le pareció una alucinación producida por el calor, como esas músicas y esas campanadas que en el primer instante creen oír los que sufren un vértigo; pero, a medida que avanzaba, aquellos cantos iban siendo más claros y más perceptibles; aquello era una escuela en medio del bosque desierto. 

Detúvose asombrado y temeroso, cuando de los árboles cercanos se desprendió, tomando vuelo, una bandada de loros que iban cantando acompasadamente ba, be, bi, bo, bu; la, le, li, lo, lu; y tras ellos, volando majestuosamente un loro que, al pasar cerca del espantado maestro, volvió la cabeza diciéndole alegremente: 

“¡Don Lucas, ya tengo escuela1” 

Desde esa época los loros de aquella comarca, adelantándose a su siglo, han visto disiparse las sombras del oscurantismo y la ignorancia.

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