lunes, mayo 18, 2015

Cabalgata dominical - Óscar Collazos (1942-2015)

Después de la primera rechifla, el Presidente enrojeció. La escolta lo rodeó: todos llevaron sus manos a la cintura. Ahí estaban las pistolas ametralladoras. Un piquete de policías cubrió la retaguardia. La cabeza del Presidente sudaba debajo de su sombrero inglés: traje oscuro, corbata vinotinto, camisa blanca, chaleco. El discreto corte de una generación. Con mesura, sustituyeron el corbatín por la corbata, el sombrero de copa y el paraguas fueron desapareciendo como símbolos de elegancia. El barroquismo que heredaron de la Inglaterra que formó a sus abuelos ha sido reemplazado por la sobriedad de una Norteamérica que se resiste al adorno: brutal, carnal, directa, hasta en el más espantoso de sus crímenes. Este hombre de sesenta años sabe lo que hace. «La patria por encima de los partidos», podría repetir. Y que nadie se venga a cagar en la Patria ni en sus partidos. Con temple, con una gallardía propia de su generación: a su turno, también ellos conspiraron. Crearon sus células y alrededor de ellas el rojo legendario de un partido perseguido, masacrado en la legalidad. Hoy, los tiempos han cambiado: ahora ellos son la legalidad y es lo que, hoy, entrando a la universidad, tiene presente el Presidente. En menos de un minuto, está en su auto blindado. El Mercedes Benz sale por la avenida más cercana, mientras atrás queda la rechifla, cuerpos heridos revolcándose por el suelo, el pelotón que avanza, los fusiles que disparan, los gritos que aturden el espacio, las piedras rasgando el aire de la tarde. Este aire frío de siempre. Esta ciudad gris de siempre. Estos discretos hombres del poder; estos hijos de puta de siempre.

Y después de todo —decían— no es el momento ni la hora: es el instante de los sueños: miren cómo cae la tarde y se desploman los techos. Chóquense las manos, frótense los labios, masajéense los vientres cuando en los solarios se abran las puertas para las diversiones decadentes. No es el momento —decían—: almuercen a las dos de la tarde con aperitivos españoles, afinen ese verso, denle estructura unitaria a la novela, esqueleto y apoyatura a ese lindo cuento que terminan, como si nada pasara. Recuerden la nostalgia: todas las nostalgias acumuladas. Bébanse este vaso de gin y —si es posible— convengan una cita que podrá ser madrugada, para que se hagan las paces en algún hotel de lujo, en una playa catalana. Olviden el pasado, las querellas, los enfrentamientos, las vísceras maltrechas, las dormidas precipitadas, los rencores, las amarguras insensatas: volvamos a ser Uno y felices. Porque, después de todo: digámoslo de una vez por todas. ¿Para qué tantas ceremonias? ¿Para olvidar a ese muchacho de medicina asesinado en pleno día? ¿Para nuestros masacrados, tantas ceremonias?

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